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Introducción
Levantar la mirada

 

No inútilmente

I. Escenas fundamentales

1. Primera escena: negar es fundamental
2. Segunda escena: la lucha contra la vulgaridad

II. ¿Es un arte el tai chi chuan?

3. «Las fronteras del imperio que nadie vio»
4. Una sacralización legitimadora
5. El momento del tai chi chuan (de la revelación al anacronismo)
6. La ambigüedad de los administradores de una promesa

III. La función de lo exótico

7. La invención de Oriente
8. En primera persona, una tregua llamada Oriente
9. La función de lo exótico

IV. Levantar la mirada

10. Área por área, una inmersión en lo paradójico
11. Un ámbito único, diversas lecturas
12. Anexo: algunos conceptos-guía

 

 

No inútilmente

Contemplo yo a mi vez la diferencia
entre el hombre y su sueño de más vida,
la solidez gremial de la injusticia,
la candidez azul de las palabras.

No hemos llegado lejos, pues con razón me dices
que no son suficientes las palabras
para hacernos más libres.

Te respondo
que todavía no sabemos
hasta cuándo o hasta dónde
puede llegar una palabra,
quién la recogerá ni de qué boca
con suficiente fe
para darle su forma verdadera.

Haber llevado el fuego un solo instante
razón nos da para la esperanza.

Pues más allá de nuestro sueño
las palabras, que no nos pertenecen,
se asocian como nubes
que un día el viento precipita
sobre la tierra
para cambiar, no inútilmente, el mundo.

José Ángel Valente

 

 

«¿No es el tao, en boca de autores occidentales, una especie de comodín que se juega cuando se trata de prometer más de lo que uno va a poder cumplir? ¡Ah, el taoísmo! Fórmula mágica para obtener respuestas rápidas y contundentes, y refugio frente a la retorta de la física atómica. La misteriosa voz del tao ha caído recientemente en la zona «kitsch», y el que en adelante desee adscribirse a su diáfana magia deberá hacer frente a la sospecha de que pretende unirse a un coro que entona totalitarios cánticos neorreligiosos».

Peter Sloterdijk en Eurotaoísmo, 1989 (4)

 

No conocía estas advertencias cuando, en los años de su publicación en Alemania y bajo «la diáfana magia del Tao y su misteriosa voz», me atrevía a proponer a otros que aprendieran lo que había degustado del tai chi chuan. Las páginas que siguen son un reflejo del desarrollo de aquel impulso mantenido a lo largo de veinte años. Fue bastante más adelante cuando conocí las palabras de Sloterdijk, y hoy puedo comprenderlas en su verdadero alcance.

En los últimos 30 años, el taichi en Europa ha pasado del desconocimiento casi absoluto, a una divulgación que lo ha colocado en primer lugar entre las prácticas extremo orientales. Y para 2008, el año que recordaremos como el de la postulación de la novísima China en el club de los más poderosos, el tai chi chuan muere ya de éxito.

Jou Tsung-Hwa (5) cuenta en su libro El Tao del Taiji Quan que cuando en 1975 el comité de análisis curricular del Livingston College de los EEUU revisó la literatura existente sobre el tema «decidió que el Tai Chi Chuan es una forma de ejercicio que no merece créditos académicos. El comité se apoyó en los libros que sólo mostraban, mediante fotos y dibujos, los aspectos físicos y las posturas del Tai Chi Chuan». Pero ésa no era una opinión exclusiva del comité.

«Habiendo leído todos los libros que hay sobre taichi, tanto en chino como en inglés, yo tendería a estar de acuerdo con el comité. Los libros existentes en esa época no explicaban la filosofía del taichi ni la forma en que ésta se relaciona con la vida diaria» (6).

Hoy serán cientos los campus universitarios en los que se practica, y cualquier universidad se muestra dispuesta a aceptarlo al menos como ejercicio físico canjeable por algún crédito académico. ¿Es que los libros publicados posteriormente usan otra metodología y resultan convincentes para los académicos? Me temo que no. Lo que ha cambiado más bien ha sido la disposición de las universidades a la hora de otorgar créditos, y no sólo por las abundantes investigaciones clínicas y la popularización de la práctica del tai chi chuan.

Existe, entre profesores y aficionados, un consenso general sobre los campos de influencia, los ámbitos en que el taichi interviene. Todos estamos más o menos de acuerdo en que se trata de una particular forma de ejercicio o «trabajo corporal». También en que su práctica tiene efectos beneficiosos para la salud. Es obvio, por fin, que sus raíces evocan formas de lucha más o menos estilizadas, que la hacen ser considerada por muchos un «arte marcial interno». E interno suele significar habitualmente que hace referencia a «sutiles energías» no visibles de forma explícita o fácilmente mensurables. Sin embargo, estas afirmaciones que se prestan a mil y una lecturas e interpretaciones, apenas han generado análisis o debate. Me refiero, a un debate serio reflejado en textos, o encuentros de cierto rigor; un debate equiparable al que se da en cualquier otra disciplina o actividad con cierta implantación social. Los libros publicados hasta hoy, tanto por autores orientales como por occidentales, siguen reduciéndose casi exclusivamente al prototipo del manual que mencionaba Jou Tsung-Hwa. Y pasados los años, no puede ser que este hecho carezca de significado.

Lo diré de otra manera: quien haya mirado el índice de este libro y ojeado sus contenidos, es muy probable que se haya formulado ya la pregunta: «¿Es éste un libro de taichi?». Una pregunta que nace lógicamente del presupuesto creado por la repetición del modelo-manual de la inmensa mayoría de los publicados hasta ahora.

Sin embargo, en mi interés, incluso fascinación por lo que se me mostraba de esta disciplina, lo que yo mismo iba degustando y compartiendo, siempre ha estado presente la pregunta por el lugar que ocupaban las experiencias y condiciones que se me iban creando -desde la práctica en entornos excepcionales, a las diferentes funciones que se me presentaban en mi dedicación profesional a su divulgación-. Ya lo he explicado con palabras de Shola. Y es que ninguna experiencia humana existe ni puede ser concebida fuera de las circunstancias que la envuelven. En este caso, el momento histórico y la edad; las situaciones anímicas de quienes enseñan y aprenden o las expectativas que se derivan de las mismas; los ciclos temporales en los que hay que ubicar todos estos momentos...

Aunque no niegue que esa misma pregunta por el lugar fuera compartida por compañeros con los que he realizado una u otra parte de este viaje, apenas he encontrado respuestas explícitas a la misma. Ni siquiera suficiente interés por plantearla; o la energía que exige el intento de ensayar respuestas. «El taichi es lo que es, -me parece escuchar-, y lo que tú planteas puede que sea interesante, pero no hay por qué mezclarlo con nuestra práctica».

Con el tiempo, he llegado a la conclusión de que el significado de esta posición generalizada no se refiere a asuntos circunstanciales sino que concierne al núcleo de una manera de concebir lo que tratamos. No es que nuestra forma de trabajo corporal, nuestra forma de relación con lo que una práctica así pueda tener de «terapéutica», «marcial» o «espiritual» no haya sido analizada, discutida o explicada en profundidad por razones aleatorias. La respuesta explícita o implícita a esta cuestión ha sido que tales análisis o discusiones no sólo no son necesarios. Tampoco son interesantes ni pertinentes. Esto es, que una de las características que definen actualmente esta práctica es la negación del sentido o la necesidad de una reflexión sobre los temas que tratamos «en la práctica». No se trata de una cuestión menor.

Dicho de otra manera, lo que se ha impuesto entre los administradores del tai chi chuan -los profesionales, los maestros, etc.- es una actitud esencialista (7). Lo que quiere decir que se pretende una realidad -«tradición », «disciplina», «sabiduría», son otras de las palabras más generosamente utilizadas- casi completamente al margen de las personas que la vivan, de sus contingencias. La historia que ha creado estos procesos en los que participamos, apenas se observa más que como la construcción mítica o genealógica que justificará la propia posición (8).

Se ignora que la Modernidad ha colocado a la Historia en el centro de cualquier consideración sobre el curso y la naturaleza de los acontecimientos («¿qué representa la modernidad y sus apenas trescientos años frente a nuestras milenarias tradiciones?»). Pero, al mismo tiempo, y en poco más de un siglo, el taichi ha pasado de ser «un tesoro guardado en el interior de unas pocas familias chinas», a la forma de gimnasia oriental más popular en Occidente. ¿Son las mismas cosas lo que estaba escondido y lo que ahora se muestra al alcance de todos? Y los que responden que no, que se ha degradado y perdido su esencia ¿qué camino de mínima credibilidad proponen para recuperarla y seguir manteniéndola al alcance de todos (9)? Parecen cuestiones demasiado arduas como para simples evasivas.

Este libro quiere situarse justamente ante esta constatación. Que ocupe tantas páginas para apuntar hacia asuntos que hace tiempo que deberían haber sido tratados también en nuestro colectivo, expresa su condición excepcional. Los escuetos ensayos de los que está repleto -apuntes de historia, psicología, antropología o filosofía- señalan algo fácil de explicar: no es que pretenda tratar en profundidad los temas aquí planteados. La oportunidad, rigor o acierto de lo que se dice sobre ellos es desigual y discutible. Lo significativo viene a ser que sean tratados así por primera vez en un libro sobre el tai chi chuan. Quiero decir que estos temas y las diversas consideraciones que suscitan, deberían haber estado permanentemente sobre la mesa de los que pretendemos afectarlos. Sin embargo, parece haber una relación entre las promesas rayanas a lo absoluto («apto para todos», «panacea terapéutica», «arte marcial interno», «meditación en movimiento », «expresión viva del Tao»...) y la evitación a cualquier confrontación seria con lo que realmente nos traemos entre manos.

Aunque habrá tiempo y lugar en las páginas que siguen para considerar estas cuestiones (10), podemos anticipar que lo que trato de mirar de frente, desde la circunstancia del taichi, es un asunto central en la condición humana:

«Hace ya algunos años que Helmuth Plessner puso de manifiesto que el hombre, en comparación con los animales, era un ser excéntrico, porque disponía de la posibilidad de distanciarse de él mismo. Incluso «era capaz de poner distancia entre él y sus experiencias». El animal jamás podrá dejar de vivir en «el centro» que le es propio y que se halla inscrito en su instintividad característica. El hombre, en cambio, porque posee la posibilidad de llegar a ser consciente de su «centro», puede abandonarlo y someterse él mismo y el conjunto de la realidad a una reflexión total «desde fuera», instalándose vital y emocionalmente, si así lo desea, en la «periferia». El animal sólo posee texto , el ser humano, en cambio, interviene y es modificado por las incesantes mutaciones que se suceden en los contextos. De una manera muy resumida podríamos decir que Plessner mantiene la opinión de que el hombre, por lo general, adopta una triple posición vital en el mundo: vive como cuerpo, porque su cuerpo es un organismo físico total; vive en el cuerpo como alma que domina y representa el cuerpo; vive fuera del cuerpo como observador crítico y distanciado de él mismo y del conjunto de la realidad» (11).

Estas afirmaciones que no serán difíciles de aceptar, señalan en dirección al fenómeno al que me estoy refiriendo: es hora de considerar que el impulso que dirige a muchos de los que se instalan en una práctica como el tai chi chuan y, muy en particular, a quienes terminan administrándolo profesionalmente, tiene que ver con un intento de volver a ese centro propio del reino animal. Por muy inútil e irrealizable que resulte esa vuelta que no sería sino una negación radical de la condición humana, el intento de instalarse en ella lleva necesariamente a rechazar cualquier contexto. Y a considerar sospechoso e improcedente cualquier acercamiento crítico, como el que nos disponemos a desarrollar.

Puede por tanto que la manera en que son planteadas las cuestiones aquí tratadas resulte incómoda para quien, sin saberlo quizá, pero habiéndolo decidido firmemente, se halle seriamente comprometido en tales regresos. Mi experiencia me dice que resultan imposibles -yo también lo intenté a mi manera-. Pero más allá de su interpretación subjetiva, esta condición aboca al taichi -lo mismo que a otras tantas prácticas exóticas- a cumplir una función «terapéutica», pero no tanto en el sentido que damos a esta palabra cuando pensamos en algo que aliviará nuestros achaques. La «terapia» que tantos pretenden es un «tratamiento» a la condición humana, esa condición que nos obliga a vivir tanto dentro como fuera, a sentirnos fragmentarios y separados, y a sentir con frecuencia unos deseos irrefrenables de renegar de sus consecuencias. Lógicamente, desde ese lugar todas estas páginas están de sobra. Pero habrá algo aún más incomprensible quizá que su planteamiento y su tono: que ha sido escrito desde el interior de la práctica y como fruto de un encuentro comprometido con estos asuntos en un lento proceso de maduración (los primeros apuntes y manuscritos se remontan a más de diez años).

Por contraste con el esencialismo, no creo que podamos comprender la función de ninguna «esencia» sin profundizar en la contingencia de nuestras realizaciones y, por tanto, atender a los contextos. Plantearse las preguntas pertinentes a tales contingencias es el impulso natural que nos lleva a los permanentes ensayos donde a veces pueden producirse esas vivencias que interpretamos como destellos de comprensión o aperturas en la conciencia. De ahí podrán surgir también las propuestas mejor ajustadas a los tiempos y las circunstancias siempre cambiantes.

En apenas treinta o cuarenta años de progresiva divulgación en Occidente, el tai chi chuan ha pasado, de ser un sistema de lucha primero, y una gimnasia de masas en el régimen maoísta chino después, a una práctica sin claros perfiles sostenida por su propia «imagen de marca», y por la necesidad de las sociedades opulentas occidentales de más y más productos de consumo en su búsqueda de la salud perfecta. Esa imagen de marca no es otra que la de aquellas gentes ordinarias, con frecuencia de edad avanzada, moviéndose lenta y sutilmente aromando fantasías de fortaleza, vitalidad sosegada, armonía, longevidad y exótica sabiduría. En cuanto a nosotros, súbitamente arrumbados a las arenas del lujo, no sería inútil reconocernos como los insistentes y sinceros buscadores, por qué no, de fórmulas que minimicen nuestro desasosiego. De forma harto paradójica, el taichi ha triunfado porque promete absolutos o «esencias» -¡ah, el poder de la publicidad!- asequibles a todos los bolsillos (como en los perfumes, los relojes o la ropa, si a uno no le llega para la marca, siempre podrá acudir a una imitación decente made in China). Bajo tal hechizo seguimos pretendiendo lo exclusivo al alcance de todos...

No hay cinismo ni desesperación en estas observaciones, aunque reconozco que mi posición es delicada. ¿Cómo tratar seriamente los temas aquí apuntados sin ser acusado de diletante o de oportunista?, ¿cómo referirme a los enfoques a los que he aludido sin más títulos que mi curiosidad y la sincera pretensión de comprender algunas preguntas que iban perfilándose con el paso del tiempo? Eso bastaría aún para mis reflexiones desde el exterior. Pero situándome desde el interior, el cambio de enfoque o la mezcla con que los «temas tradicionales» van a ser presentados se prestará inmediatamente a recelo. Frente a él, no dispongo de más credenciales que mi experiencia vital, así como el compromiso personal con la práctica y la enseñanza. Mis reflexiones no están dirigidas sino a aquellos que estén dispuestos o necesitados de abrirse a algunas preguntas.

Las páginas dedicadas estrictamente a la práctica del tai chi chuan son muchas, pero no están escritas para añadir técnicas a una lista tan interminable como estéril en el contexto de un libro así. Su función doble consiste en traducir (12) unas herramientas valiosas a claves asequibles, y en proponer condiciones o criterios con los que dichas herramientas puedan ser utilizadas con provecho en la dirección apuntada.

Para ambos objetivos, los ensayos por los que están acompañados -los textos escritos desde el exterior- me han resultado imprescindibles: no porque contengan soluciones o respuestas a los asuntos planteados, sino por la necesidad de abrirme a las preguntas desde una perspectiva suficiente.

El lector se encuentra ante la primera entrega de una obra que promete continuar en un segundo volumen. Esta primera mitad encara los tres asuntos que más inmediatamente conciernen a la práctica del taichi: el cuerpo, la salud y la marcialidad, en sus tres áreas correspondientes. En los más de veinte temas abordados, iré saltando de un enfoque desde el exterior a otro desde el interior en cada una de las áreas. El hecho de que me reserve el tratamiento directo de su cuestión titular -lo que llamaré Las promesas del Tai Chi Chuan- para el final (ése será el sexto bloque o área, tras los tres de este volumen y los que continúen en el siguiente, Una nueva (in)trascendencia y Transmisión y aprendizaje), no significa como digo que no estaré hablando todo el rato sobre tai chi chuan. Esta introducción ya entrará de lleno en la cuestión, aunque fundamentalmente para deshacer un encantamiento: el producido por la ilusión, la necesidad de creer que el taichi es algo dado que basta con «presentar».

Pero antes de continuar con lo que será una presentación más estricta de los temas tratados, quiero volver de otra manera a las reflexiones que ya he iniciado para facilitar al lector más pistas sobre mis puntos de partida.

 

I. Escenas fundamentales

 

Cuando, después de ordenar los materiales que venía preparando, me he preguntado por las cuestiones que pudieran orientar en el entendimiento de mi enfoque, he topado con dos escenas que se me hacen fundamentales. Colocadas en el tiempo casi al principio y al final de mi andadura en el taichi, ambas tienen un común denominador: no participo en ellas en un lugar relevante. Ni las genero, ni soy su protagonista. Y es quizá por esa cualidad, que emergen en este momento en que me pongo ante el papel con la decisión de escribir, en busca de la forma de dar los primeros pasos, de elegir «el punto de partida» (13). Ese momento un tanto angustioso en el que se impone tanto una tarea de delimitación como la búsqueda del tono adecuado.

La primera de las escenas transcurre en la costa oriental de la isla griega de Hios en 1988. Posteriormente, ese lugar y aquel momento se han ido recubriendo de otros significados: el lugar -que algunos designan como cuna de Homero-, es el más oriental de los que he visitado hasta ahora, mi «límite oriental» geográficamente hablando. Es también uno de los lugares donde más intensamente he participado en un entrenamiento extremo-oriental bajo la dirección de un maestro nacido en el sudeste asiático, que enseñaba un «arte marcial» chino, y que se nos presentaba como «budista» y «taoísta».

La atmósfera de aquellas jornadas de entrenamiento tenía a la vez algo de campamento militar y de retiro monástico, de lujo vacacional inmerso en el exotismo de las islas griegas. Lugares cargados de evocaciones clásicas y del fervor apasionado de algunos jóvenes -yo entre ellos- dispuestos a ir más allá, siempre más allá hasta la otra orilla.

En una de aquellas jornadas memorables, se planteó en el grupo la cuestión de la enseñanza del tai chi chuan, y yo que para entonces ya daba clases y, de hecho, vivía de lo que ganaba con ellas, utilicé una palabra: profesional.

No recuerdo la frase, pero la utilicé de forma descriptiva, ya que comenzaba a considerarme así -profesional-, como alguien que se gana un sueldo con ese trabajo de enseñanza. Que ese sueldo fuera todavía casi simbólico, no era la cuestión. Mi palabra no estaba incluida en alguna pregunta como ¿qué pasará cuando nos convirtamos en profesionales? o, ¿cómo se caracteriza «la profesión de maestro de tai chi chuan»?

Daba por hecho el asunto, pues no sólo yo, sino muchos de los que me rodeaban en aquel grupo, ya se dedicaban a enseñar. Sin embargo, Tew Bunnag, el maestro que dirigía aquel entrenamiento intensivo desde antes del amanecer hasta bien entrada la cálida noche del verano griego, respondió como si se tratara de un malentendido: «No. Nosotros no somos profesionales, ni vamos a serlo. Somos compañeros de camino, amigos en el viaje». Esas fueron más o menos sus palabras.

Aunque era muy dado a tomar notas, a apuntar los ejercicios y los modelos rítmicos del trabajo, las observaciones y los comentarios a mis propias experiencias, no recuerdo que esta cuestión quedase registrada en ningún papel -de hecho, no recuerdo qué fue de aquellos apuntes-. Sin embargo, aquí emerge ahora el recuerdo como señal indicadora, como primera escena fundamental.

La segunda tiene que ver con un anuncio publicitario sorprendentemente exitoso de finales de 2006, y con una pequeña noticia de prensa de enero de 2007. El anuncio fue de la prestigiosa marca alemana de coches BMW, y su protagonista, aquél icono de las películas chino-americanas de acrobáticas peleas de los últimos 60 y los primeros 70 del siglo pasado: Bruce Lee.

Como para cerrar este volumen volveré sobre las reflexiones que provocó en mí este spot publicitario (14), sólo señalaré el hecho de que, una vez más, un anuncio y la cadena de reflexiones que provocó -entre las que se halla la noticia que pronto contaré-, generaron en mí ese estado de suspensión mental que se produce cuando uno tiene la impresión de que alguna clave significativa va a desvelarse si te mantienes alerta. En ese estado, apenas importa lo que hagas, basta con mantenerse receptivo.

Después de escribir Be water my friend y enviarlo para su publicación en la revista Tai Chi Chuan, estilos y artes internos (15), el anuncio no dejó de generar imitaciones, parodias y comentarios. Lee volvió a ser portada de revistas (16) y sus películas volvieron a alquilarse y emitirse en televisión. Pero como de costumbre, fueron los publicistas y los humoristas los que volvieron a dar en el clavo. Al menos en el clavo que yo llevaba clavado en algún lugar sensible. Como contrapublicidad, Mitsubishi Motors lanzó un anuncio de su 4 por 4 en el que rescataba al pastor perdido del mundo en su cabaña, que es visitado por un excursionista: «Y dicen que hay un chino que sale hablando por la tele, que dice que beba agua para ser una botella. ¡Válgame Dios! Para mí que ése sí que le ha dado a la botella», decía el pastor, en su hablar gangoso. No te adaptes al campo. Sé de campo, terminaba el anuncio, parafraseando al de la BMW.

Se me estaba desvelando cierto aspecto significativo de la naturaleza de algunos eslóganes publicitarios: ese deslizarse por las palabras y los tópicos con el objetivo de crear una expectativa dentro de una sonrisa provocada por el ingenio. Ese instante de apertura justo para que uno simpatice con el producto que va a ser introducido subliminalmente en su sensibilidad de consumidor.

Pero lo que a este respecto resultó definitivo, fue la ocurrencia de Chanquete Studios, una parodia que consistía en quitar la voz y los subtítulos del fragmento donde Lee nos exhorta a vaciar la mente y ser agua, y sustituirlos por un doblaje magistral donde un andaluz cuenta un chiste: «Te voy a contar / un chiste. Uno que va / a una carnicería / y pide un kilo de codillo. Y el tío de la carnicería, coge y le da, aparte del kilo de codillo, una botella de regalo de... de whisky DYC. Dice, llévatelo. ¿Cómo se llama la película? - Con-codillo-danDYC (Cocodrilo Dundee) (17)».

Como digo, me llegó el chiste tras haber hecho mis sesudas reflexiones y escrito el artículo, y tuve que reconocer que el ingenio del humorista superaba por mucho al esfuerzo del pensador. Era imposible hacer una exposición más mordaz e implacable de lo que se estaba produciendo con el uso de frases taoístas para vender coches. Y me tuve que consolar pensando que la vena del humorista coincidía plenamente con mi línea de reflexión: cuando la gestualidad y la representación de un chiste tan malo puede ser adaptada perfectamente a la del sabio exhortándote, es que el asunto tenía no sólo gato, tenía tigre y dragón encerrados. No había más que decir. Una vez más, se confirmaba el dicho de que «el chiste somos nosotros» (18).

Esta cuestión quedó aún más clara cuando, hojeando un periódico unos días más tarde, me encontré con una pequeña columna que resumía un teletipo de agencia: «El gobierno chino inicia una campaña contra los realities» (19). Su escueto contenido merece ser incluido al completo:

«La Administración Estatal de Radio y Televisión de China anunció ayer que iniciará una campaña contra «la moda de los reality shows», que se han convertido en las grandes estrellas de televisión. Según el director del organismo que regula los contenidos audiovisuales, Wang Taihua, se luchará contra la «vulgaridad » de los últimos años con programas como Super voice girls (versión china de Operación Triunfo). Wang se quejó de que el fenómeno ha llegado hasta el monasterio budista más famoso de China, el de Shaolin (cuna del kung-fu), que el año pasado, a través de un concurso al más puro estilo Gran Hermano, se propuso buscar al rey de las artes marciales. «El Gobierno debe fortalecer la supervisión de los espacios de entretenimiento y restringir el número de realities» concluyó. La Administración que dirige Wang, controlada por el Gobierno comunista, ejerce una férrea censura de los contenidos en los cientos de canales de televisión chinos. Cualquier indicio de erotismo está prohibido, pero también los espacios que muestren divorcios, amantes o comportamientos «incívicos», así como programas de tele-tienda que anuncian productos milagrosos».

 

1. Primera escena: negar es fundamental

La escena contada de hace veinte años indica la dirección en que se desarrollarían los malentendidos y desencuentros que he vivido desde entonces cuando, asumiendo algunas responsabilidades como fundador de una escuela primero, y formador de profesores después, me he encontrado con criterios dispares, problemas de competencia o rupturas profesionales.

Y digo que negar es fundamental, porque es la negación el mecanismo que ha marcado muy en particular la salida de mis interlocutores a las principales encrucijadas con las que inevitablemente nos hemos ido encontrando a lo largo de estos años. Una negación que estaba ya presente en la escena descrita: la inmensa mayoría de los que participábamos en aquel curso intensivo ya éramos profesionales del taichi, o lo seríamos en un breve plazo. Por supuesto que nuestro maestro lo era. Diría incluso, que aquel encuentro de estudiantes de distintos países europeos hubiera sido irrealizable si en nuestras vidas no estuviera, como realidad u horizonte inmediato, la dedicación profesional a la enseñanza -yo tuve que pedir prestado el dinero para pagarme el viaje y el curso, y me consta el esfuerzo que realizaban muchos de mis compañeros-.

Pero aquella primera negación cumplía ya la función de tratar de ponernos a salvo de los pequeños o grandes conflictos, cuestionamientos y problemas que tiene que resolver cualquier profesional. Situaciones que surgen al legitimar su oferta, establecer criterios para interactuar con su medio social, elaborar un discurso que permita tales relaciones, y un largo etcétera. Todas estas cuestiones, que habrán de ser planteadas más adelante (20), quedaban evitadas anticipadamente. O bien reducidas y reservadas al ámbito de los asuntos personales.

Sus agentes -todos nosotros como profesionales de facto, y en particular nuestro maestro-, estaríamos libres de responsabilidad: uno podría decidir a la carta si optaría más por «los aspectos marciales» o por «la meditación». Si se especializaría en «medicina china» o en «alquimia sexual taoísta»; si para ello buscaría el mecenazgo de algún aristócrata o el de las mafias chinas, si pagaría impuestos o no, si esperaría a alguna acreditación externa -obviamente una acreditación interna no era planteable en ese marco-, o bastaría con su propia decisión, y así sucesivamente. El estatus profesional que se generaría tras estas decisiones «estrictamente individuales», la discusión sobre criterios de valor de una u otra opción quedaría, como digo, a recaudo de lo meramente personal, y nadie sería así «ni más ni menos que nadie» («esas pequeñas trifulcas de poder, esos conflictos corporativos, esos egos tan susceptibles... por favor, ¡qué vulgaridad!»).

La negación del carácter profesional de nuestras elecciones despejaba de un plumazo un horizonte de nubarrones que, en caso contrario, se nos anunciaba. Complicaciones que se derivan del hecho de que un maestro o profesor tiene tareas y responsabilidades que no son las de un amigo. También en asuntos tan prosaicos como que, desde ese momento, podíamos decir que nuestras tarifas no tenían carácter de pago (al que, por ejemplo, se aplican unos criterios impositivos y unas «hojas de reclamación»), etc.

Por otra parte, la práctica marcial que implica el combate, no es lucha de poder ni incluye situaciones conflictivas, «nos saca de la seriedad de nuestras pequeñas mentes y nos anima a jugar como cachorros». Las cuestiones que tengan que ver con aspectos filosóficos o religiosos, cuando desde el comienzo se dan por hechas las connotaciones «taoístas» o «budistas»..., por favor, que nadie se sienta cuestionado en asuntos referentes a sus opiniones, creencias o criterios de comportamiento. Se trata de buscar una paz asequible que te evitará esas sesudas reflexiones, esas opciones que nos parecen necesarias a algunos pobres mortales problematizados que, a menudo, conllevan enfrentamientos o desencuentros entre colegas o amigos -no hablemos ya de las «guerras de civilizaciones», étnicas o neocoloniales, que con el nuevo siglo vuelven a envolverse en retóricas religiosas-.

No, nada de eso. Lo nuestro es «anterior al pensamiento y la diferencia», anterior a la religión y la guerra, anterior a cualquier cosa que no fluya como el agua, que no despierte al niño o al maestro que llevas dentro, que no sirva de eslogan para el próximo anuncio publicitario.

Durante años he pensado que se trataba de pereza, o quizá de falta de tiempo para dedicarnos a hablar o comentar, a escribir cartas o responder una propuesta o un artículo que me empeñaba en plantear y hacer circular.

«Tal como veo las cosas, el tai chi chuan, en todos los aspectos fronterizos a su práctica, está necesitado, en primer lugar, de establecer su propio discurso, de intentar un lenguaje propio al que nos podamos referir para pensar nuestras dudas y límites; para confrontarlo con el conjunto de cuestiones con las que nos topamos en su práctica, como actividad integrada en las circunstancias y condiciones temporales o sociales de sus practicantes. El discurso que percibo en los escritos que se publican no nos representa y es francamente desolador...», insistía ingenuamente.

Por fin he comprendido que estaba equivocado. No es cierto que el tai chi chuan carezca de discurso propio. Las páginas siguen llenándose y publicándose. Cada vez más. No hay maestro o maestrillo que no tenga su libro, su deuvedé, su marca registrada. Además, si no dispusiera de un discurso distintivo, ¿cómo iba a ser utilizado de tan variada, y a veces genial manera por diseñadores y publicistas? Su discurso es claro y transparente para quien lo quiera ver. Un discurso que se asienta en la negación y el oportunismo de consumo, el sentimentalismo y el «todo vale mientras me funcione», el «digamos que sí a todo mientras eso nos ponga a salvo de conflictos».

Como digo, ha sido y es la negación la que ha dominado y domina la discusión -o más bien, su ausencia- en cada uno de los aspectos que se iban desplegando, según avanzaba la práctica y la expansión del tai chi chuan. Y es la extraña situación que se ha ido creando en mis intentos de avanzar en esas discusiones imposibles, la que ha establecido el clima y la primera demarcación para el arranque de este libro.

(¿Qué negación -pensará alguno-, si nosotros subrayamos lo asertivo, «la afirmación en lo positivo», las actitudes constructivas, no esa crítica que no sirve sino para minar los ánimos? Pero ahí se encuentra precisamente la clave de tal actitud. Cada vez que negamos, como el avestruz que entierra su cabeza, evitamos la complicación de las contingencias asociadas a cualquier cosa que no sea la consoladora respuesta absoluta. Bajando a nuestro terreno, cuando digo «el tai chi chuan es la armonía del cuerpo y el espíritu» no quiero ver que al sentirme algo mejor -o incluso muy bien- necesito decirme que los problemas han desaparecido, y el taichi -o cualquier otra cosa- es lo que lo ha logrado. En ese momento «iluminado» miraré extrañado a cualquiera que no esté dispuesto a celebrar mi hallazgo incondicionalmente.)

 

2. Segunda escena: la lucha contra la vulgaridad

El anuncio de Bruce Lee y el concurso a lo Gran Hermano del «templo budista más famoso de China» confluyen para establecer la segunda escena, el otro principio inicial de mi reflexión. Pienso que la negación interesada -no es posible una negación inocente, una negación que no produzca sus gratificaciones, si se comprende como mecanismo de defensa aunque, evidentemente, uno no se da cuenta de ellas si no es capaz de generar una distancia-; la negación como actitud subyacente en las propuestas estratégicas de los sacerdotes de la new age o de tantos maestros bienintencionados de técnicas orientales en Occidente, conduce hoy, entre otras cosas, a esta grotesca situación.

A diferencia de los tiempos aún recientes en los que lo esencial -entendido como «valores imperecederos»- tenía un precio muy alto que nadie osaba cuestionar -el alto precio del «conocimiento» o incluso de la pertenencia a una «comunidad de creyentes», etc.-, la extensión de los principios mercantiles como mediadores absolutos de valor conducen necesariamente al vaciado, la degradación y el uso frívolo de unas disciplinas que anteriormente estaban relacionadas con la adquisición de aquellos valores. Esta situación se ha precipitado de tal manera que, incluso para quien sólo vea tales disciplinas como parte de su patrimonio cultural -que incluye su explotación económica-, la situación merece un correctivo. Y el gobierno chino, dando a entender que nada tiene que ver con nuestras pretensiones orientalistas, deja el tema mucho más claro de lo que a nosotros nos gustaría tener: «Llevando las cosas a donde las estáis llevando, la línea divisoria que nos queda por demarcar no es otra que aquella que separa lo digno de lo vulgar», o «el Gobierno debe fortalecer la supervisión de los espacios de entretenimiento y restringir el número de realities». Las preguntas que afloran inmediatamente son: ¿No hay algo de extensión del concurso-espectáculo del templo de Shaolin en tantos acercamientos occidentales a las «artes orientales»?, ¿no es todo esto muestra y parte del proceso de construcción de los muchos espacios de realidad virtual, de los «parques temáticos», en los que vamos convirtiendo todo lo que ha de ser conocido?

Las conclusiones nos las ofrecen los magos publicistas, o los humoristas de cuyo gremio por lo visto comenzamos a formar parte: «¿Que os habéis quedado fascinados con la sutileza taoísta y las proezas de los monjes-guerreros budistas?, Cocodrilo Dundee, amigo. ¿Qué estás dispuesto a pulirte la herencia para pagar una estancia en el templo-cuna de las artes marciales y el budismo en China, para después mostrarte como el primero y el único?... Y si no te llegan los ahorros para tanto, ¿quieres como poco un diploma para turistas de fin de semana donde te enseñarán la última forma con abanico? Anda, y apúntate a la versión oriental de Operación Triunfo: sé el mejor monje budista del templo de Shaolin».

¡Pero todo tiene su límite, cuidado con caer en la vulgaridad!, apostillan las autoridades chinas.

No quisiera que esta segunda escena, de circo y reality show, me arrastrara al moralismo fácil y el anatema, a la indignación y la distancia. Si yo mismo fuera parte de ese circo y ese reality, parte de la transformación progresiva de más y más espacios físicos en parques temáticos -donde la realidad virtual sustituye a lo que hasta hace bien poco era considerado como real -quisiera entender al menos de qué se trata. Intentar comprender lo que nos ha conducido a ese punto y, si no es eso lo que deseábamos, sacar las conclusiones económicas pertinentes.

 

II. ¿Es un arte el tai chi chuan?
(Paralelismos entre las historias del taichi y la música culta
europea en la emergencia de la modernidad)

 

Me encuentro -nos encontramos- en un apuro: hace años que recibimos una herencia de algún viejo pariente desconocido de ultramar. Era una herencia modesta pero, con una administración diligente, nos ha servido para encauzar algunas cuestiones de cierta importancia como el trabajo o la vivienda. Han pasado los años y un día -casi lo habíamos olvidado-, recibimos noticias de que hubo un malentendido, de que hay quien anda con la nueva de que nosotros no éramos los herederos legítimos. Algún otro u otros reclaman su parte. Hay incluso quien dice que aquél pariente nuestro ni siquiera existió. Que se trató de una jugada montada por algún tercero para desviar fondos y eludir a la justicia. Estamos, pues, en un apuro que bien podría servir para una entretenida comedia de enredo.

 

Se me ocurre que algo de esto ocurre con nuestro estatus de profesores o maestros de tai chi chuan en muchos lugares de Occidente. Hay un enredo considerable en relación a las fuentes y su legitimidad, y esto ha derivado en no pocas disputas por una herencia a la que hace años nadie consideraba -unas pocas monedas de dudoso origen-, pero que hoy han cobrado cierto valor, y a la que le salen variados pretendientes. Más de los que a algunos nos gustaría. Y comienzan los líos por el patrimonio.

No dispongo de suficiente conocimiento sobre la historia de los orígenes, la evolución y la genealogía de las disciplinas marciales chinas como para realizar aseveraciones rotundas en cuanto a lo que es verdad y lo que es leyenda, lo que es mitología, biografía o hagiografía en personajes populares o maestros. Pero a la vez, y pretendiendo que soy depositario y gestor de una herencia que quiero administrar dignamente, me siento empujado a llegar a alguna conclusión con los datos de que dispongo.

Entiendo que se ha abierto una brecha insalvable entre los profesores o maestros occidentales, nuestras escuelas y la función que cumplimos o desearíamos cumplir en nuestros entornos sociales, y la de los que fueron o son aún nuestras referencias orientales. Parece ser la norma que estos últimos ignoren o no sientan el menor interés por estos asuntos, a no ser por cuestiones relacionadas con su propia y peculiar manera de gestionar lo ligado a sus pretensiones patrimoniales o mercantiles.

Por las circunstancias en que el trasvase a Occidente del tai chi chuan, el qi gong y otras disciplinas afines se produce o se ha producido, nos encontramos con serios problemas de legitimidad. Hasta el punto de que quienes hoy parecen legitimar nuestras actividades son personas e instituciones absolutamente ajenas a nosotros: los médicos que han aceptado su potencial anti-estrés o en el tratamiento de lo intratable -«fibromialgias », síndromes indefinidos de ansiedad...-, o instituciones deportivas que ven que nuestras actividades pueden engrosar sus listas de practicantes federados, por poner dos notables ejemplos que saltan a la vista.

Mientras, hay que reconocer que el mismo conocimiento de la existencia de algo como el taichi y otras disciplinas extremo-orientales, obedece a una ruptura con lo que hasta ahora hemos concebido como «tradición». En pocas palabras, que no hay nada menos tradicional para nosotros que practicar, en nuestras sociedades post-industriales, elementos constituyentes de «tradiciones» orientales -sin entrar en que haya buenas razones para dudar de la significación de estos elementos en sus propias culturas-. Pasado el tiempo, nos vamos dando cuenta de que hemos recibido algunos fragmentos de estos elementos, hilvanados y adaptados con «libros de instrucciones» a menudo difíciles de traducir.

Así que, en medio de este apuro, me digo que no estaría de más alguna luz sobre la función que para muchos de nosotros pudieran tener estas disciplinas en un marco de reflexión algo más amplio, un marco que algo tendrá que ver con la emergencia de la modernidad y la postmodernidad en las sociedades occidentales ricas.

 

3. «Las fronteras del imperio que nadie vio»

No hace mucho que Alessandro Baricco publicó un interesante ensayo tratando de contestar a la siguiente pregunta: «¿Cómo han reaccionado la idea y la práctica de la música culta al impacto de la modernidad?» (21). Aunque se trata de materias y ámbitos claramente distintos, su lectura me arrastró a trazar paralelismos con la historia de muchas de las situaciones que viven actualmente el taichi y otras disciplinas afines. Es esa reflexión la que voy a tratar de utilizar a continuación.

La definición que hace Baricco de «música culta» nos conduce al primer paralelismo. Y es que comienza recordándonos la idea de que, como en muchos viejos imperios, «era más fácil encontrar a alguien dispuesto a morir por defender sus fronteras que a alguien que las hubiera visto». Y algo parecido nos ocurre con el taichi: los datos genealógicos son tan parciales e interesados que más vale casi dejar de hablar de los mismos porque, finalmente, nos disponen a preguntas un tanto embarazosas: ¿qué ocurriría si todo o una buena parte de ello fuera una invención, si esta o aquella escuela fueran creaciones de algún oportunista que ha falsificado sus papeles para mostrarnos la pureza de su linaje o credenciales? ¿Y si el propio tai chi chuan no fuera más que una mediocre adaptación impuesta en un momento dado como gimnasia obligatoria de masas por el régimen maoísta, que se ha colado después en Occidente a través de nuestra ansia de exotismo?

Pensándolo bien, se trata de cuestiones importantes sólo para aquellos que se soportan en «la verdad de su superioridad histórica», o en «la limpieza de su linaje», asuntos que la modernidad se ha encargado de cuestionar radicalmente y que, a estas alturas y en nuestro caso, deberían resultar intrascendentes, cuando no ridículas -aunque no por ello menos blandidas y utilizadas-. Pero, por otro lado, no nos vendría mal comenzar por reconocer una primera realidad: «El consumidor de música culta defiende algo que no conoce». Traducido: «El consumidor de estilos, formas, aplicaciones o técnicas, a menudo sofisticadas, de tai chi chuan defiende algo que no conoce».

Preguntados por la diferencia entre nuestros estilos «internos» y otros que clasificamos como «externos», por ejemplo,

«...es fácil presuponer que con esa inteligencia sintética que es el contrapunto a la falta de costumbre de reflexionar, la gente pondría en el punto de mira algunas argumentaciones básicas del tipo «la música culta [léase «estilos internos»] es más difícil, más compleja», o «la música ligera [léase «estilos externos»] es un fenómeno de consumo y nada más, la clásica sin embargo tiene un contenido, una naturaleza espiritual, ideal» (22).

Estas simples sustituciones nos colocan seguramente ante más de lo que estamos dispuestos a admitir: es el gusto lo que nos salva, cierto tributo a una estética envuelta en un aura de misterio -esos vestidos, esos gestos, esa cadencia de movimiento-... Pero me resisto a dar por zanjada la cuestión antes de tiempo ya que, «frases como éstas comparten con cualquier otro lugar común el privilegio de pronunciar de manera falsa algo verdadero » (23).

Baricco sostiene que Beethoven desempeñó en su terreno una función que Nietzsche atribuía a Sócrates en el campo de la filosofía: «La de sacralizar una práctica hasta entonces exquisitamente laica, por no decir comercial». Conviene detenerse un momento en este paralelismo en lo que nos compete, y a las llamadas «artes marciales» en general. ¿Qué pensarían aquellos pobres soldados o samuráis, aquellos milicianos o los miembros de sociedades secretas que cayeron bajo las balas aliadas en la «guerra de los Boxers» en 1900 -no hace tantísimo de esto-, si escuchasen lo que se dice de ellos en muchos libros escritos en los últimos años, si contemplasen a tantos occidentales disfrazados con algunos de sus atuendos ejercitarse en simulacros de sus técnicas?

La música culta sería, según Baricco, una creación del romanticismo que aplicó sus criterios de forma retroactiva a «aquellos siervos que se ganaban el pan escribiendo música para sus señores en los siglos anteriores y que no era nada más y nada menos que una buena música de consumo. Siglos de refinado oficio se convirtieron de golpe en arte ». Baricco explica la causa: «la necesidad de un nuevo público emergente, el burgués que necesitaba dotarse de algún tipo de nobleza». ¿Sería demasiado arriesgado aventurar que la función que ocupó en aquella transformación el genio de Beethoven («la complicidad del patético encanto de su creador -el genio rebelde, enfermo y solo-») tiene algún tipo de paralelismo con la figura de Cheng Man-Ching, en la fascinación que el taichi despertó en los Estados Unidos y el consiguiente estatuto que adquirió para algunos entre los entusiastas de las tradiciones orientales, en las últimas décadas del siglo XX?

 

4. Una sacralización legitimadora

Para que una sacralización así ocurriera en la música, se produjeron tres circunstancias simultáneamente:

«1) El músico aspira a escapar de una concepción simplemente comercial de su trabajo. 2) La música aspira explícitamente a un significado espiritual y filosófico. 3) La gramática y la sintaxis de esa música alcanzan una complejidad que a menudo desafía las capacidades receptivas de un público normal. Como se ve, los tres distintos apartados están firmemente ligados por el hecho de legitimarse recíprocamente: aislado de los demás, cada uno de ellos no sería más que una vacua hipertrofia. Ligados por una recíproca necesidad se cristalizaron en un único patrón» (24).

Vayamos por partes: en cuanto al primer punto, el experto en «artes marciales» chinas con una fuerte conciencia nacional -en este caso se identifica a la etnia mayoritaria han con todo chino-, que ha visto sufrir a su país en innumerables derrotas, invasiones y humillaciones, llega al siglo XX en su exilio de Taiwán, cargando sobre sus hombros con un sentimiento de oprobio y responsabilidad que, si se dan las oportunas circunstancias -sencillamente, admiración y reconocimiento-, y reúne determinadas condiciones personales, no dudará en ponerse al servicio de aquella dignidad perdida. Sólo en estas circunstancias puede comprenderse que en un libro de taichi alguien como Cheng Man-Ching proclame: «Al compartir esto con los verdaderos buscadores del mundo deseo demostrar que el cultivo del qi es la base del auto-fortalecimiento y por consiguiente, de la salvación nacional. ¡Que se levante de nuevo mi pueblo!» (25). El experto pasa instantáneamente a convertirse en Maestro y su habilidad en Arte.

Que este «arte» se cargue de «un significado espiritual y filosófico» es mucho más sencillo que en el caso de la música, ya que el público que esperaba entrar en contacto con él estaba deseoso de sustituir o decorar sus estilos de vida no con simples ejercicios, por muy exóticos y sofisticados que estos fueran, sino con una buena carga de «filosofía y espiritualidad» orientales.

El tercer punto se impuso por la propia extrañeza de las prácticas y sus formas de transmisión desde la antigüedad. No nos vendría mal detenernos un momento en considerar el carácter extremadamente convencional del culto a un valor cultural cuyo, en muchos casos, (casi) único soporte es el exotismo y unas leyendas confirmadas por ciertas «experiencias intransferibles». Además de tal carga de exotismo, el otro elemento sobre el que tiende a soportarse nuestra admiración no es otro que el de la sofisticación.

«La cosa debe ser complicada»; sus misterios, insondables, sería nuestra consideración. Si no lo comprendemos, si no se nos dan explicaciones convincentes, si sentimos estancamiento y frustración, siempre dejamos un espacio para concluir que no hemos practicado lo suficiente, que no hemos hecho los méritos suficientes para acceder a los secretos que nosotros no, pero el maestro o «los maestros» sí conocen. El acriticismo es norma, o la crítica se convierte en alimento de sectarismo (soportado en preferencias o fobias personales o en defensa de grupos)... ya que no existe un espacio donde se obvien estas cosas, y se debatan y confronten las cuestiones fundamentales.

Como pudo ocurrir a la burguesía emergente con la música romántica, nosotros también buscamos «algún tipo de nobleza», algo que nos otorgue algún «atributo espiritual, no sólo social». Incluso estamos dispuestos a excluir el atributo social si el «espiritual» está suficientemente alimentado. También nosotros, como aquellos burgueses del siglo XIX europeo, «aspiramos a una primacía cultural y moral».

Tiendo a sospechar que con frecuencia, es éste el proceso que obliga a complicar, sofisticar, hacer inabordable el lenguaje que utilizan tantos divulgadores de sistemas marciales chinos, evitando a menudo cualquier intento serio de traducción. Como si algo en nosotros exigiera que lo que escuchamos no sea entendido, que lo que hacemos no tenga una traslación en otros planos prosaicos, ordinarios de nuestra vida. ¿Cómo sería, si no, distinguida, espiritual, selecta, difícil?

Pienso que es también fundamental entender cuál es el sujeto social de esta fórmula. En la música culta, parece ser que lo fue la burguesía decimonónica arropada por el romanticismo y cierto idealismo filosófico. Aunque este sujeto haya desaparecido, la fórmula puede continuar vigente en su campo. Las palabras que la sostuvieron han decaído: «¿Sabe alguien lo que significa espíritu?» se pregunta nuestro autor. En nuestro caso, aquellos jóvenes y no tan jóvenes que, como parte de una búsqueda y una huida a partes iguales, que se encontraron en muchos de aquellos maestros orientales con la horma de su zapato.

 

5. El momento del tai chi chuan (de la revelación al anacronismo)

La reflexión que sigue se refiere a la autenticidad de aquel proceso:

«Una idea como la de música culta tiene su momento de irrepetible verdad en un tiempo que duró decenios, en el que pudo ser la experimental respuesta a una realidad que escapaba a cualquier otro nombre. Para el romántico siglo XIX nombrar esa realidad e intentar codificarla era una manera de descubrir su propio presente y de fundar su propia identidad» (26).

Salvando las distancias, algo así podríamos decir seguramente del viaje de algunos buscadores que, en la segunda mitad del siglo XX, dirigieron su mirada a Oriente, no como los aristócratas y patrones coloniales de los siglos anteriores, sino como sinceros experimentadores o «vagabundos del dharma».

«Pero lo que de verdadero bulle en la fórmula final de ese camino colectivo de descubrimiento se va desvirtuando a medida que nos alejamos de ese momento de originaria autenticidad. Y es lo que está sucediendo, con impunidad sistemática, hoy. Lo que en el siglo XIX era descubrimiento, nombre e idea, se transforma hoy en mistificación porque es asumido como santo y seña exento de cualquier verificación. Lo que entonces era una revolución por construir, hoy se convierte en un reaccionario anacronismo porque es impuesto como un precepto gratuito, recalcitrante eslogan publicitario que ha sido infiltrado desde el exterior en una determinada mercancía para perpetuar su encanto» (27).

¿Hemos ido tan lejos con el taichi y las disciplinas orientales? Salvando las distancias, aún más. Lo mismo que la música culta tiende a ser considerada como un «valor» con el aval de tópicos heredados sumisamente, nos refugiamos con frecuencia en un aromático exotismo ritual para mitigar una nostalgia de aquellos tiempos de búsqueda -también cargados, por cierto, de ensoñaciones exóticas-. Una búsqueda que pudo resultar enriquecedora se convierte en cáscara vacía, en fácil impostura, en ese algo «anacrónico y reaccionario» útil para creernos a salvo de la corrupción de «la modernidad», «el mecanicismo occidental», «la contaminación urbana», o «la crueldad de la civilización judeo-cristiana» u otros tópicos que perviven en nuestra mala conciencia como infecciones que nunca acaban de remitir.

«El meollo de este mecanismo es un astuto poner en fuera de juego el presente... Las aspiraciones a algo elevado, que rebata la miseria del simple ser existente, convergen más allá del mundo al que ese ser pertenece, y se satisfacen en un parque temático que es la réplica de un mundo desaparecido... la Historia tiene el centro de gravedad inexorablemente dirigido hacia atrás... es un velado acto de resistencia a la corriente del tiempo... En la actitud que la mitifica y la coloca fuera del tiempo, la música culta muere, y se marchita el patrimonio de deseos y de esperanzas que ella, en el momento de salir a la luz, encarnaba. Resulta un pasatiempo entre tantos, una afición sólo más señorial que otras».

Me parece muy útil aceptar el desafío del paralelismo que puede surgir de estas reflexiones.

 

6. La ambigüedad de los administradores de una promesa

Lo que hace 20 o 30 años era, como digo, interés y atributo casi excéntrico de unos pocos buscadores que viajábamos a otros países y nos formábamos en atmósferas y circunstancias propias de aquellos tiempos pasados, hoy es una actividad masivamente accesible. Si esto se ha producido con el taichi y no con otras disciplinas que a priori hubieran podido ocupar su espacio, es por alguna razón que habría que intentar explicarse. La primera y más obvia de ellas se refiere a la irrupción de una demanda de ejercicio corporal propia de las últimas décadas. La segunda, a las características específicas de nuestra disciplina.

Con el peligro de resumir demasiado, diremos que el taichi se ha expandido en Occidente ocupando una parte del espacio que ha creado la necesidad de «cuidar el cuerpo». Pero no como la gimnasia sueca o el culturismo -para ser más robustos, más vistosos, etc.- Tampoco como una simple gimnasia de mantenimiento que se propone «mantener» el cuerpo en un estado aceptable adaptado a la edad, compensando el deterioro de los años o del sedentarismo. El taichi se ha popularizado por situarse en el contenido de otras promesas. Y esas promesas tienen mucho que ver con exóticos sueños y fantasías -también quizá realidades en algún nivel-. Su nombre: «sabiduría oriental» a nuestro alcance o «armonía del cuerpo y la mente». Y, como ya he apuntado, no se trata de cualquier promesa, sino de algo que llega a pretender «conjurar los males de la modernidad»: «Dejemos a un lado el poder de la fuerza, el poder de las máquinas; apostemos por la sutil fortaleza de esos ancianos de aspecto débil capaces de derribar a sus oponentes sin apenas tocarlos». Es hora de asumir que hemos triunfado porque nos convertimos en embajadores de estos misteriosos titanes que, en lugar de hacer alarde de sus músculos, dedicaban su superávit energético a «curar enfermedades» o «lograr longevidad o iluminación».

Hay que considerar también que no hemos sido los primeros embajadores de estas promesas orientales, pero sí los que hemos llegado en el oportuno momento en que Occidente se prestaba a cierto consumo masivo de tales ofertas (28). Y es que la situación para nosotros en los últimos años del siglo XX, no era la misma que en las primeras décadas tras las guerras mundiales. Y la imagen asociada a China estaba libre de algunos lastres del Japón de la posguerra.

Para administrar esta nueva promesa, no era necesario que los nuevos embajadores fuéramos especialistas en defensa personal o en el uso de un arma blanca. Nuestra característica fundamental se soportaba precisamente en cierta ambigüedad, en una ausencia de perfiles claros: algunos podíamos tener cierta experiencia en sistemas de lucha, incluso haber participado en competiciones de boxeo u otras en la juventud. Otros adaptamos nuestros recursos físicos a la memorización de coreografías que parecían atraer y ser útiles a muchos. Unos sabíamos algo de técnicas fisioterapéuticas y de relajación; otros habíamos hecho nuestros pinitos en ensayos de fusión de psicoterapias occidentales y «técnicas taoístas o budistas de yoga o meditación»...

A diferencia del yoga hindú, que también se divulgaba por Occidente cargado de promesas exóticas, nosotros nos valemos de otra variedad de recursos, pero sobre todo, tenemos que reconocer que nuestra imagen de marca -ese chino de edad avanzada que se mueve sutilmente en el parque- ha resultado para la mayoría mucho más atractiva que la del renunciante hindú en sus abluciones y extrañas posturas.

 

III. La función de lo exótico

 

«El orientalismo es el modo de relacionarse con Oriente basado en el lugar especial que éste ocupa en la experiencia de Europa occidental. Oriente no es sólo el vecino inmediato de Europa, es también la región en la que Europa ha creado sus colonias más grandes, ricas y antiguas, es la fuente de sus civilizaciones y sus lenguas, su contrincante cultural y una de sus imágenes más profundas y repetidas de lo Otro. Además, Oriente ha servido para que Europa (u Occidente) se defina en contraposición a su imagen, su idea, su personalidad y su experiencia. Sin embargo, Oriente no es puramente imaginario...».

Edward W. Said (29)

7. La invención de Oriente

Tengo que confesar que, después de muchos años de orientalista aficionado (aunque en este sentido, mi carrera no tiene nada que ver con la que hacían ciertos diplomáticos e intelectuales europeos del siglo XIX), ha sido duro -lo está siendo todavía- reconocer lo que ya estaba dicho y explicado hace tiempo: que «Oriente representa una de las formas más elevadas y, en cierto modo, más inaccesibles de ese romanticismo que los europeos buscan sin descanso» (30). Aún hoy, cuando ese Oriente se metamorfosea peligrosamente -un Oriente siempre disponible para alimentar nuestros sueños opiáceos y nuestras arcas-, y de poseer una entidad imaginaria pasa a convertirse en amenaza real de nuestra hegemonía, cuesta introducir este elemento de juicio en nuestra relación con lo que vino o viene de allí. Como dos polos extremos de un mismo fenómeno, en cualquier ciudad de provincias de Europa -no digamos en las grandes metrópolis-, los bazares y restaurantes chinos conviven con los grupos de nativos europeos disfrazados de sedas orientales practicando danzas chinas -léase taichi- en sus parques soleados los domingos por la mañana. Entre esos dos extremos tan marginales, donde caben las convocatorias de los lamas tibetanos en peregrinación y las niñas chinas adoptadas hablando nuestros idiomas, se produce un incesante trajín de empresarios y comerciantes con visión de futuro deslocalizando empresas, aprendiendo idiomas y asegurando contactos en el Imperio del Centro (31).

Cuando digo entre esos dos extremos, quiero observar que quienes los ocupan son seguramente los menos propensos, los menos indicados o los menos capacitados para hacerse con una imagen cabal de lo que viene ocurriendo desde hace tiempo. Y creo que lo que viene ocurriendo, después de que algunos se hicieran cargo de lo que Oriente fue para Europa en los últimos siglos; después de que el yoga, el taichi o la estética zen se incorporaran a nuestra propia imagen; es que todo eso, de alguna manera también pertenece al pasado. Y lo digo porque estos fenómenos, relativamente recientes para los europeos (se han popularizado en la segunda mitad del siglo XX), han ocurrido en el impasse producido por las grandes guerras europeas/mundiales de la primera mitad de aquel siglo. Un impasse con evidentes efectos de ensimismamiento y aturdimiento que obviamente no ha impedido que el mundo continuara su andadura. Desplazados los ejes de poder tanto hacia el este como hacia el oeste, el siglo XXI está llamado a hacernos despertar, quizá no amablemente.

 

8. En primera persona: una tregua llamada Oriente

Pero, antes de continuar por esa vía, quizá sea necesario dar alguna pista más sobre quien esto escribe. Para algunos lectores, aún en las primeras páginas, este texto puede comenzar a semejarse a alguna broma pesada: ¿Cómo puede hablar de forma constructiva, como profesional del taichi, un europeo que se reconoce atrapado por una invención occidental, sin retirarse al terreno más seguro o neutral de la pura crítica histórica o filosófica? Si es verdad, como afirma Said, que Oriente ha sido orientalizado no sólo porque se descubrió que era «oriental», según los estereotipos de un europeo medio del siglo XIX , sino también porque se podía conseguir que lo fuera -es decir, se le podía obligar a serlo-. Si se puede convertir Oriente en algo superfluo, mientras que, al mismo tiempo «el orientalismo es -y no solo representa- una dimensión considerable de la cultura, política e intelectual moderna». Si, «como tal, tiene menos que ver con Oriente que con nuestro mundo», ¿cómo no saltar como muchos otros de este tren en marcha, confesando discretamente que se trató de una fiebre pasajera fruto de la ingenuidad, de la falta de datos o de la necedad propia de la juventud?

Demasiadas preguntas, demasiado enmarañadas y confusas quizá. Pero no lo suficiente, desde mi visión, como para dimitir de este intento de explicación que, en primer y notorio lugar, ha de resultar balance personal, expuesto con la intención de facilitar también cierta reflexión compartida, y la posible reubicación subsiguiente.

Lo digo porque mi contacto con el tai chi chuan -que fue mi manera particular de «inventarme Oriente»- se produjo de forma poco original: en los últimos 70 y primeros 80 del pasado siglo, cuando algunos dictadores europeos acababan de dejar sus palacios, pero nadie preveía aún el fin de la llamada «guerra fría». Fue entonces cuando, habiendo descartado por alguna imposibilidad engrosar las filas de las nuevas generaciones de políticos, profesores universitarios o psiquiatras que ya tomaban las posiciones adecuadas en la carrera que se les avecinaba, y resultándome también imposible continuar coreando consignas revolucionarias sin que tuvieran una plasmación en proyectos de transformación palpables, opté como otros por lo más lejano: me dirigí a Oriente. (Algo en mí presentía ya que, cuando se dan estas dos circunstancias, esto es, seguir gritando no y ser incapaz de ningún , los noes y quienes los proclaman pasan a ser fácil presa o puntal de lo que ingenuamente pretenden destruir).

Y lo hice, ahora lo sé, porque aquello me permitía cierto sí que no tocaba -siquiera provisionalmente- el no en el que estaba imbuido. Estando contra todo -familia, fábrica, ciudad, universidad, Estado o Dios-, no estaba con todo dispuesto a quedarme colgado -lo que para algunos viajeros más suicidas que yo representó aquél viaje a Oriente-. Y los embajadores del Oriente que encontré, me brindaron una oportunidad, una tregua, un margen para reconducir aquella energía desbordante de juventud aturdida.

Lo que a su vez aquellos embajadores de Oriente hacían, es algo a lo que ya le llegará su turno, pero no es lo fundamental, por ahora (32). Para mí -y sospecho que también para otros-, encontrar un espacio donde se podía respirar algún aire nuevo sin hacer voto de imbecilidad, fue un regalo inestimable: podía dejar a un lado mi mundo negado y recomenzar una andadura con nuevos referentes (33): un cuerpo habitado, unas emociones cuya expresión se podía producir sin la activación instantánea de la culpa, un mundo de relaciones y experiencias donde las credenciales de origen, clase y méritos avalados no levantaban murallas... No fue necesario viajar a la India o a China. Ya para entonces aquello estaba entre nosotros si uno deseaba o necesitaba buscarlo. Y es en eso en lo que se traduce para mí -alterando un tanto los tiempos verbales- «que el orientalismo sea -y no sólo represente- una dimensión considerable de la cultura, política e intelectual modernas, aunque tenga menos que ver con Oriente que con nuestro mundo» según Said.

Sin recorrer demasiados kilómetros, mi Oriente me ha permitido un largo viaje. Pero también he llegado a comprender que se trató de mi versión particular del único viaje que cualquier ser humano puede hacer, mi variación personal del viaje tal como éste quedó explicado en una de las obras fundadoras de nuestra cultura: La Odisea de Homero. Desde entonces, es como si cada uno de nosotros sintiese la secreta e ineludible llamada de convertirse en aquél Ulises y, tras la guerra en la que ha corrido tanta sangre y se ha perdido a tantos compañeros, nuestra Troya particular, un navío nos esperara para hacernos a la mar.

Lo que uno comprende con los años, es que el viaje es circular, y que su único destino es la casa que abandonó antes de aquellas batallas. Así que la tregua que Oriente me proporcionó no fue más que eso: una tregua. Un estadio provisional desde el que, si era capaz de tener el coraje que la empresa requería, era ineludible hacer el camino de vuelta y reconocer en todos los noes proclamados y vividos con tanta cólera como impotencia, el material y el contexto donde construir los posibles síes que requiere toda vida digna.

 

9. La función de lo exótico

La primera tarea y condición para ello consiste en descubrir la función de lo exótico ya que, ¿qué representa sino el extremo del exotismo nuestra fascinación por lo extremo oriental? Obviamente, lo exótico es lo Otro que mencionaba Said, eso que toda civilización, desde el momento en que tiene noticia de que existen fronteras, y de que al otro lado de las mismas vive alguien, construye como imagen especular. He dicho toda civilización, por lo que no se me oculta que nosotros somos ese Otro para ellos, llámese orientales o africanos. Y que en el cruce de imágenes especulares se producen fenómenos del máximo interés que será necesario considerar (entre otras cosas, lo que algunos ya han denominado occidentalismo (34) y lo que, de cualquier manera, ha condicionado y condiciona el lugar que ocupan los orientales que se asignan el papel de representación de su ser oriental entre nosotros -léase «maestros budistas o taoístas », de «artes marciales» o «medicinas» chinas, hindúes o tibetanas).

La primera función de lo exótico tiene que ver con la creación de un mundo fantástico al que uno pueda huir en caso de conflicto con el suyo propio. El conflicto, en el caso de las gentes que no vivimos sometidas a las catástrofes cotidianas de guerras o desastres naturales, se llama tedio, miseria de la vida cotidiana. Esta exotización se produce a la carta y en variaciones casi infinitas: desde esos viajes agotadores a los «mundos salvajes » -los parques temáticos en cuya producción están empeñados los holding turísticos-, hasta los retiros finisemanales de qi gong o meditación. Todos ellos resultan exitosos si cumplen con dos premisas: la primera es que exijan cierto esfuerzo e incomodidad, capacidad de impacto o, cuanto menos, sorpresa. La segunda, que nos permitan cierta revalorización, algún rescate de aquello de lo que pretendíamos huir -aunque no demasiado-: ¿dónde mejor que en la propia casa, en las calles y plazas conocidas, en esos familiares y amigos tan pesados como entrañables...? Lo exótico se recrea e inunda nuestras opulentas y tediosas vidas pues funciona como terapia de mantenimiento en nuestra particular carrera hacia la nada (35).

La segunda función parece algo más noble, y tiene que ver con el efecto especular que ya hemos mencionado. Y, continuando con Oriente, el Oriente que inventamos, pero que también existe como lo Otro, como portador de lo que nuestra civilización no ha podido sino inhibir, puede y debe cumplir con esta función. Esto no tiene ningún cariz peyorativo, ni tiene por qué cargar por ello nuestra mochila de mala conciencia occidental.

De hecho, esta última es la única justificación de esta obra que, como he explicado, no ha surgido de la mera inquietud intelectual, sino de una reflexión pegada al aprendizaje, la práctica y la enseñanza de las disciplinas a las que me refiero.

Evidentemente, las aportaciones intelectuales están aquí. De hecho, como acabo de hacer con Baricco y Said, casi siempre he tomado prestada la reflexión e incluso las palabras de algún autor para avanzar en la mía; en el diálogo inevitable que implica el acto reflexivo.

 

IV. Levantar la mirada

 

«-Saber es preguntar.
-¿Qué sacaremos de esas preguntas?
¿Qué sacaremos de todas las respuestas
que nos llevarán a plantear otras preguntas,
puesto que toda pregunta sólo puede surgir
de una respuesta insatisfactoria?
-La promesa de una nueva pregunta».

Edmond Jabès (36)

 

Para presentar las páginas que siguen, quizá sea interesante insistir en que en ellas subyace mi propio cuaderno de bitácora, los apuntes de una navegación que dura ya cinco lustros. Aunque podría haber sido cualquier otro asunto, ha sido mi encuentro y dedicación al tai chi chuan el que, a lo largo del tiempo, me ha puesto en una particular relación con los temas que se irán desplegando en estas páginas. Los he ordenado en seis áreas que conforman un encadenamiento circular: los espacios de investigación y reflexión que se iban abriendo en una me han ido conduciendo a otra, y ésta a la siguiente, para volver una y otra vez a rehacer el camino al completo. Mi conclusión es que no debe considerarse ningún tratamiento serio sobre esta práctica si no aborda explícitamente estos seis ámbitos: el cuerpo y el trabajo corporal, la energética y la salud, el contacto marcial, la trascendencia, las cuestiones relativas a la transmisión y el aprendizaje, y las propias promesas del tai chi chuan . Aunque esta última área seguirá los hilos de lo ya apuntado en las páginas anteriores, será colocada al final porque sólo tras las consideraciones previas podremos responder con provecho a los interrogantes abiertos desde el principio. Un recorrido necesario para poder establecer Los fundamentos para una práctica contemporánea del tai chi chuan.

Habrá bastado una ojeada al índice para percibir que cada una de las áreas representa un mundo con innumerables ramificaciones. He tratado de presentar las que he encontrado ineludibles o más significativas. Y trataré de explicar por qué no he podido conformarme con menos. Sé que la corriente dominante se presenta de muy distinta manera: «¿que el tai chi es un trabajo corporal? Se trata de una obviedad que no necesita ninguna consideración, más que las que se refieren a lo lejos que estamos hoy de la conciencia corporal, a diferencia de los antiguos chinos que cultivaron estas sutilezas, pues ellos no habían caído en el error cartesiano que separa el cuerpo y la mente... En cuanto a la energética y la salud, basta con dictar los ejercicios para tratar todas las enfermedades y mantenernos longevos y jóvenes para siempre. ¿Contacto marcial? Sí, el-yin-y-el-yang están en el origen de todas las artes marciales que, en el fondo, pueden considerarse hijas del taichi. ¿Trascendencia? tampoco hace falta explicarlo mucho, pues el espíritu es consustancial al cuerpo, y lo mismo vale para referirse a lo más sutil de un órgano que al inefable Tao. En cuanto a la transmisión y el aprendizaje, es suficiente mostrar el cuadro genealógico del linaje del maestro y ponerse manos a la obra». Mi reflexión tratará de renunciar y denunciar lo que implica semejante actitud, una actitud que he tratado de esencialista pues pretende salirse del tiempo y lo contingente, y ofrecer en términos absolutos lo que finalmente «bien se pueden explicar en unas pocas páginas», ocultando el viejo truco mercantil de ofrecer más por menos . Propongo por el contrario un acercamiento calmado y dispuesto a continuar abriéndose a nuevas preguntas (37).

Para comenzar, las preguntas ineludibles sobre algunos de los cambios en nuestras condiciones de vida a lo largo de los últimos decenios, para tratar de entender la fisura o la puerta por la que el taichi se ha colado entre nosotros: ¿sería imaginable la expansión de la sensibilidad por el cuidado del cuerpo y, dentro de sus tendencias, las simpatías por las técnicas corporales exóticas sin el inicio de un tiempo post-industrial en el que las masas de ciudadanos occidentales han dejado atrás el uso del cuerpo como herramienta física de trabajo? ¿Conoceríamos algo como lo que el taichi representa hoy en Occidente si antes el maoísmo no lo hubiera convertido en disciplina masiva de entrenamiento en campos y fábricas chinos tras el triunfo de su revolución?

Como practicante de propuestas budistas de meditación que se atreve a proponer estas prácticas a otros, buena parte de estas palabras, al menos aquellas que contengan algo aprovechable, han surgido de los intersticios que se abren en la mente cuando uno, atareado en los mil quehaceres cotidianos, se impone la disciplina de parar y callar. Pararse y tratar de silenciar la mente es, ante todo, un ejercicio de confianza y demora. Y desde el grado en que uno puede acceder a estados en que se experimentan, los silencios aparecen como retazos de azul entre las nubes. Pero, incluso cuando no hay más que nubes o nubarrones, truenos, chubascos y tormentas, hay espacios en todo ese paisaje para claves orientadoras. Para palabras de utilidad. No seré yo quien discuta a quien dice que «casi es posible definir a la humana como una especie cuyo acceso al universo -porque no es nada menos que eso- del silencio es extraordinariamente limitado y tiene un carácter falsificador» (38).

No es necesario insistir que lo que propongo es evitado sistemáticamente por quien antepone un objetivo inamovible y previsto de antemano a su dedicación. Sin comprender que es entonces cuando la experimentación quedará automática e inevitablemente devaluada. Y la sorpresa inevitable con que nos gratifica cualquier entrega, tenderá a ser interpretada como tentación o alejamiento del camino recto (39).

Resulta escandaloso que tantos maestros orientales, reconvertidos frecuentemente en sacerdotes de la new age, utilicen constantemente coletillas como «todo está en la mente» o «la mente dirige la energía», y se dediquen a desprestigiar la dignidad de cualquier fruto de la misma con discursos vacíos y centenares de libros que no son sino un insulto a la inteligencia de quien los lea. Estos mismos sacerdotes se dejan fascinar a continuación por las tecnologías digitales y los titulares periodísticos de la última novedad científica, para proclamar que la informática y la ciencia occidental están demostrando ahora lo que «ya decían los sabios de la antigüedad». Y todo lo que insinúan que decían aquellos sabios es que ¡el ser humano no es más que una máquina! ¿Será casual que Japón sea el paraíso de los robots o que Silicon Valley profese a los gurús de la new age? Los reduccionismos del modelo computacional de la mente humana y de los traductores de los secretos orientales para las masas se abrazan y proclaman cada vez más alto su nueva buena nueva. Una nueva en la que sobran las palabras no reducibles a dígitos, se desprecia la reflexión, estorban las preguntas. Por el contrario, la insistencia en la simplificación de las «respuestas» pasa a ser su principal distintivo consolador.

No descubro nada diciendo que el anti-intelectualismo es una de las fundamentales señas de identidad entre la mayoría de los practicantes de técnicas orientales de todo tipo. Si esto no fuera así en grado extremo, arderían en un instante las bibliotecas que llenan sus anaqueles. Los libreros, con buen criterio comercial, ponen los manuales sobre yoga o taichi, budismo o vedanta junto a los libros de astrología y autoayuda. Y las librerías esotéricas se nutren a partes iguales de amuletos contra el mal de ojo y obras completas de Madame Blavatsky o Mantak Chia, rebajados con ello a su función de fetiche (40). No es extraño que una sociedad tan extremadamente mercantilista como la que nos toca vivir convierta todo -y también nuestras propuestas- en mercaderías. He tratado de explicarlo desde las primeras líneas: lo alarmante es que nos pleguemos a tal imposición, habiéndola convertido en seña de identidad. Dicho de otra manera, después de treinta años de divulgación y expansión en Occidente, el libro que tienes en tus manos no debería de publicarse en estos momentos: miles de páginas, tratando éstos y otros temas cercanos, serían normalmente planteados y debatidos sin que eso atentase a ninguna consideración de la primacía de lo práctico sobre la especulación intelectual.

Frente a todo esto, no puedo sino reivindicar a la palabra, no como mero portador de instrucciones, sino como medida y expresión insustituible del pensamiento y la reflexión indisoluble de la acción humana que se pretende consciente (41). Todavía no podemos apreciar el verdadero alcance de la utopía revolucionaria europea que convirtió la escolarización en un derecho universal, entre otras cosas porque aún no se ha hecho efectiva, ni siquiera en los países ricos: se enseña a la gente a leer y escribir y a utilizar unas herramientas que siguen códigos cada vez más robotizados, pero mucho menos a ejercitarse en el uso de los sentidos y significados. Pero es impensable ningún paso en la comprensión de la complejidad de lo humano sin el apoyo en lo pensado y dicho, expresado en palabras. Aunque obviamente, sólo eso no es suficiente.

 

10. Área por área: una inmersión en lo paradójico

Si he de elegir una cualidad que defina el encuentro con los temas que se plantearán en adelante, no es otra que el carácter paradójico de cada uno de estos asuntos. Debo advertir de la tentación a considerar las páginas que llenan este volumen como una serie de digresiones psicológicas, filosóficas, históricas o antropológicas de asuntos que conciernen tangencialmente al taichi. Aunque cada tema puede ser leído como un breve ensayo -sintético y limitado en el mejor de los casos- sobre su enunciado, mi pretensión es la de construir una suerte de guía alrededor de los temas imprescindibles. No se trata de «otro enfoque» o de tratar de algunos asuntos filosóficos etc., sino de una propuesta por superar la pereza por dedicarnos a lo que de antemano no preveíamos cuando nos acercamos a estas prácticas. ¿No hemos proclamado secreta o abiertamente en repetidas ocasiones que queríamos «superar límites» y «abrirnos a lo desconocido»? Pero estas proclamas encierran una letra pequeña. Y esa letra dice: «siempre que lo desconocido sea gratificante y, ante todo, consolador».

Ya he dicho lo que opino sobre el lugar al que nos dirigen estos intentos (la negación y la vulgaridad como límite de nuestros horizontes). Cada paradoja en la que nos desenvolvemos también indica un límite, pero funciona a la vez como estímulo de nuestras pretensiones de avance y profundidad. Por eso será imprescindible ir identificando estas paradojas, siempre ligadas al planteamiento de cada uno de los asuntos que nos proponemos investigar.

Cada uno de los ámbitos que vamos a explorar -en los que la práctica del taichi está comprometida- incluye todo un «universo»: una determinada sensibilidad que siempre oculta, como caja de Pandora, deseos y fenómenos que resultan desconocidos antes de abrirla. La paradoja es la condición para que podamos tener cierto progreso en el descubrimiento, en el conocimiento de esas sorpresas. Así podremos hablar de condiciones, de posibilidades, nunca de garantías de lograr esto o lo otro.

 

área 1. El cuerpo que nos habita

Resulta imposible acercarnos a la práctica de cualquiera de los aspectos que tocaremos (hacer algo por cuidar el cuerpo o la salud, interesarnos por explorar la marcialidad), sin perseguir el cumplimiento de alguna promesa: «si trabajas el cuerpo, lo mantendrás en forma, ralentizarás o detendrás el envejecimiento» («fuerte como un leñador, flexible como un niño», ¿existe propaganda más atrevida?). Es de un simplismo extremo interpretar el ascenso por el interés por el cuerpo como una señal de que estamos más cerca de nosotros mismos, etc. En el fragmento de la historia que nos toca vivir, esta emergencia de lo corporal esconde o trata de ocultar un punto más de la angustia por asumir nuestra naturaleza corporal, una vez que el cuerpo se está alejando cada vez más de nuestra sensación de identidad ligada a una función dada de antemano (el rol que inevitablemente debía jugar cada uno por haber nacido hombre o mujer, en determinada clase social, entorno cultural, etc.).

La paradoja que atraviesa nuestra reflexión sobre «cuerpo y trabajo corporal» es que cualquier objetivo que nos propongamos en ese nivel siempre será limitado y fácilmente se convertirá en obstáculo. Vivimos el cuerpo como límite pues efectivamente lo es, y parecería que pretendemos el absurdo cuando nos embarcamos en sensibilizarlo, hacerlo consciente... Es la sensata objeción de cualquiera que mire nuestros esfuerzos en ganar destreza o sensibilidad física. Si nos quedamos ahí, pero mucho más si pretendemos que dicha sensibilidad o destreza desarrollarán por sí mismas otras concernientes al resto de las dimensiones del ser humano, estamos perdidos.

Y sin embargo, ¿cómo eludir estas pretensiones regresivas en toda «concienciación corporal»? Creo que cualquiera que haya puesto una buena parte de sus esfuerzos en dichas tareas tendrá que reconocer tarde o temprano que intentó un atajo inviable.

El lector perspicaz considerará la aparente incongruencia de plantearse la pregunta sobre «qué es una sesión de tai chi chuan» para abrir desde el interior los capítulos de esta área (42). ¿No es el tai chi algo más -mucho más incluso- que un simple trabajo corporal? ¿No está estructurado por elementos que implican una visión energética del ser humano o por un lenguaje marcial? Tomémoslo como una derivación de la paradoja central que acabo de formular: si el tai chi chuan no se puede sostener como «mero trabajo corporal» no se podrá sostener de ninguna manera (a no ser que nos lo propongamos como mero soporte del exotismo que ya hemos presentado: el «comodín que se juega cuando se trata de prometer más de lo que uno va a poder cumplir»). Y a día de hoy, todos los promotores del taichi estamos merecidamente bajo esta sospecha.

El cuerpo encarnado nos recuerda que la vida es, antes y después de cualquier pretensión de sentido a la que, inevitablemente, estamos abocados. Por eso es fundamental establecer el territorio donde se produce esa intervención sobre el mismo que llamamos tai chi chuan (y que en muchos términos será también válida para cualquier otra en el plano físico): hablar de la inédita condición de lo corporal en los tiempos que nos tocan y de su relación con la sensación de identidad que cambia con los tiempos y las personas son los principales soportes de tal pretensión. Como ésta es una tarea que muchos otros y desde siempre han intentado, lo siguiente será definirse en el debate de las relaciones cuerpo/alma, soma/psique que ha atravesado nuestra civilización. Creo que este debate ha sufrido una aceleración y profundización trascendental en los últimos cien años, llegándose al criterio central para soportar nuestro ensayo -no sólo el ensayo de este texto, también los perfiles y pretensiones de nuestras propuestas prácticas-. Este criterio no es otro que el de la autonomía del plano emocional. Hablar de reduccionismo y psicologización es tratar los dos principales peligros que debemos encarar después de haber asumido que el cuerpo «no puede serlo todo».

 

área 2. Llámalo energía

Cuando nos ubicamos en ese terreno que llamamos «cuidado de la salud», la paradoja está en relación a una pretensión de evitación del dolor, hasta el punto de perseguir el ideal de una «salud perfecta». Uno no hace una inversión en semejantes tareas para que el dolor siga ahí, la enfermedad lo persiga, el deterioro y la muerte no desaparezcan del horizonte.

Es habitual entre los que hemos invertido en técnicas orientales, habernos desplazado al terreno de «la energía» no como verdadera resolución de las paradojas que el cuerpo nos pone delante, sino como vía de escape ante sus altas exigencias: «lo energético es sutil, no se rige por los burdos principios físicos».

Nos enfrentamos directamente a esta paradoja cuando las prácticas sutiles del tai chi chuan o el qi gong nos proponen «la acumulación y el control del qi» como centro y resumen de sus programas.

Por nuestra parte, no sólo discutiremos estas propuestas, sino que seguiremos hablando de la práctica del taichi como puerta a una reflexión vivencial de asuntos tan abiertos o inquietantes como tiempo, aceleración, lentitud, arte y forma. No vamos a eludir lo que, desde tal perspectiva, caracteriza un enfoque interno . A continuación presentaremos una interpretación tan inédita como imprescindible de los tópicos energéticos chinos («los tres tesoros», «la órbita microcósmica», «la gran circulación», etc.) si queremos convertirlos en imágenes-marco útiles para que no entren en conflicto con los descubrimientos inapelables de la investigación occidental de los últimos decenios.

Opino que la estéril divulgación de algunos de los que ya se toman por «tópicos energéticos y alquímicos taoístas» no hace sino colapsar cualquier posibilidad de entendimiento y uso razonable de los mismos entre nosotros. Hay tal confusión de categorías, imprecisión de fuentes, pobreza de traducciones (en el sentido en que las traducciones deben posibilitar puentes de comprensión adecuadas a los modelos cognitivos que tratan de poner en contacto), que aun si queda algo de grano entre tanta paja, ese grano tiene el peligro de ser despreciado en su valía.

Aun a riesgo de equivocarme, prefiero insistir en lo que considero previos fundamentales al entendimiento de tales informaciones. Y, en este sentido, si aceptamos la necesidad de una narración que permita el entendimiento de un acto, una técnica o una propuesta de investigación o exploración, la primera y más grave de las confusiones se produce cuando se confunde la narración con la técnica, la teoría con el instrumento de experimentación. Insistir en lo que son las analogías (analogías que han sido capaces de desarrollos empíricos, pero que en sí mismas no dejan de ser descripciones poéticas), a diferencia de las descripciones causales, y pararse en la función de unas y otras es el primer paso para poder hacer un uso de cierta utilidad sobre materiales que nos llegan inconexos y sacados de contexto (43).

Se produce un doble engaño cuando se pretende que sistemas sutiles que pretenden transformaciones internas puedan explicarse en manuales de divulgación -que, por cierto, suelen ser técnicamente desastrosos. No es posible entender un sistema de qi gong (no entremos en las «transformaciones alquímicas») sin ir de la mano de quien las haya experimentado con éxito.

 

área 3. Una muerte honorable

¿Qué decir de las paradojas en las que nos vemos atrapados al acercarnos a una práctica marcial? Son tan evidentes que en este terreno se produce una disyuntiva inmediata entre los que se acercan a una práctica marcial. Quien se encuentra fascinado por el contacto marcial tiende a centrar ahí todos sus esfuerzos, dejando habitualmente de lado toda consideración no estrictamente «práctica» (...parafraseando a Bruce Lee, «ningún pensamiento desperdiciado en meditación, respiración, energía y Qi»). Entre los miles de personas que, fuera de verdaderos escenarios donde la lucha y el combate están al orden del día, se esmeran en cultivar técnicas marciales, sólo unos pocos reconocerán un interés más que teórico en asuntos no estrictamente prácticos. Ellos van directamente al poder (aunque habitualmente sea desde la fantasía de quien vive su cotidianidad desde la impotencia). ¿Quién será capaz de renunciar al poder -a esa vivencia primaria y directa de poder- que lleva implícita toda práctica marcial como primer paso para avanzar en lo que haya de aprovechable en la misma? ¿Y quién, en medio de tal paradoja, será capaz de seguir practicando seriamente cuando sus fuerzas decaigan, colocándose en lo que, en las páginas donde trataremos el tema, hemos atrevido en llamar «el lugar de la mujer»?

Para pensar en los aspectos marciales del tai chi chuan, antes tendremos que encarar el fetiche al que hemos llamado «arte marcial». Desde el interior nos interesa en particular ubicar el sentido del contacto marcial en el centro del entrenamiento.

 

11. Un ámbito único, diversas lecturas

Cada una de las áreas donde nos introduciremos tiene su propia atmósfera, sus propias prioridades, sus expertos e interesados... En cada una de ellas intentaré señalar cuestiones que faciliten el encuentro con las paradojas arriba presentadas. La extrañeza que pueda despertar el hecho de tomarnos un tiempo para hablar de asuntos como «el sentido de identidad », «la historia de la medicina europea» o «las actuales condiciones del terror» («¿a qué vienen estas cuestiones cuando se trata de la práctica del taichi?»), sólo podrá ser respondida desde el interior de tales paradojas: ese es precisamente el interés de una práctica como la que nos ocupa, cuando ésta se propone cierta profundidad... Pero también valdría como explicación que el tai chi chuan se propone romper con el estancamiento de cada una de las sensibilidades que corresponden a los tres ámbitos que comentamos. «Cuando uno se ocupa de la energía, bien puede desatender el cuerpo; cuando uno está interesado en la salud, lo marcial pasa a segundo plano...». Y así sucesivamente.

Porque lo que pretendemos es difícilmente realizable -pues estamos convencidos en realidad de que, en los parámetros en los que nos desenvolvemos, es en realidad imposible de realizar-, nos imponemos la condición de ser fieles a los tres ámbitos, a sabiendas que en cada uno de ellos encontraremos claves para superar los límites que -tratados por separado- se vuelven aún más difíciles de gestionar. Cuando alguien ha dicho que el contacto marcial puede ser una forma excelente de qi gong, que correr o estirarse son tai chi, que pararse inmóvil es la mejor -la única- manera de comprender el potencial del gesto físico..., apunta en esta dirección.

He intentado dar con el tono -más de uno a lo largo de todo el texto- que facilite la tarea del lector. No es necesario decir que este libro se presta a diversas lecturas y que bien puede ser abordado yendo directamente a los temas más sugerentes. Muchos de los ensayos desde el exterior pueden resultar tan interesantes para unos como farragosos para otros. Uno puede saltar temas o capítulos completos sin perder el hilo de la propuesta. Para los que acceden a él desde un interés más ligado a la práctica del taichi, los criterios y sugerencias para la misma se encuentran sobre todo -aunque no exclusivamente- en los temas desde el interior.

Pero incluso quien siga el orden numerado de los capítulos, se encontrará con espacios que bien podrían ser considerados como anexos o reseñas que tratan muy específicamente un aspecto particular. A veces, como en los capítulos 26, 30 y el conjunto del tema XVII (capítulos 78 y 79), su mismo título o el cambio en el tipo de letra ya lo indican. Otras veces, se trata de un conjunto de capítulos para entrar -casi siempre de forma muy sintética- en un aspecto que necesita una presentación: ocurre con los capítulos 19 y 20 en un ámbito psicológico, en los 28 y 29 donde trato la cuestión de la nueva fisioterapia, en el 31 con la psicosomática, en el ensayo sobre la historia de la medicina europea que abarca el tema XIV (capítulos 65 a 69), o en las «notas sobre guerra y terror en el siglo XXI » (capítulos 93 y 94) con el que inicio el área 3.

Si introduzco estos «compendios» con la consiguiente dificultad inicial para el lector no familiarizado con sus términos, es porque considero que se trata de «territorios fronterizos» o referencias fundamentales para crear un contexto que la actual práctica del tai chi chuan no puede soslayar. Pero sobra decir que uno puede saltarlos en una primera lectura -lo mismo que las notas a pie de página-, y dosificar su lectura en posteriores acercamientos.

Cada lector realiza su propio viaje cuando se enfrenta con un libro, y éste no estará seguramente exento de momentos de frustración, al menos cuando se impaciente esa parte de cada uno ansioso por conocer «las respuestas». Creo que las respuestas con las que me propongo jugar están ya dadas en los breves textos que anteceden a los ensayos, en las primeras palabras de los poemas de Shola... He elegido un poema para encabezar esta introducción (No inútilmente de José Ángel Valente), y lo mismo haré en adelante: tres frescos que indican quizá todo lo que es imprescindible señalar en relación a lo fundamental que después desarrollaremos prosaicamente: fronteras tan ineludibles como inquietantes en Un'altra Pietà y Los dos países de Bernardo Atxaga y Enrique Lihn, respectivamente. Y una invitación a «no decir la última palabra» ante una Fotografía del 11 de septiembre de Wislawa Szymborska.

En un gesto bien distinto, cada área se cerrará con un excurso (dos en el caso de la marcialidad) que, a su manera, también resumen algo de lo fundamental que hemos tratado de explicar en cada una. La obra de Oliver Sacks me ha resultado de inspiración permanente para llegar a los asuntos de fondo que hacen un único asunto tanto lo tratado sobre el cuerpo como lo tratado sobre la salud, sobre la enfermedad y sobre el sentimiento de identidad. Mi comentario a su testimonio en Con una sola pierna vale aquí como reconocimiento de esta inspiración.

Muy diverso es el sentido del comentario a un libro de Yves Requena que cierra el área 2: no hay nada sorprendente en que la falta de rigor o el mero oportunismo intenten hacerse pasar como calidad o profundidad. Esto es habitual en cualquier ámbito humano. Lo que me indigna es el grado de contaminación que inunda ya casi todo lo que se mueve en el mundo de las «propuestas energéticas» de origen oriental. Un grado que está a punto de acabar con lo que de aprovechable quede en la divulgación de tales disciplinas. ¿No hemos dejado transcurrir demasiado tiempo aceptando que cualquier referencia a asuntos como los que tocamos en el área 2 en relación a las tradiciones orientales ha de ser excluida de una discusión de cierto rigor y seriedad? Si quedan dudas de que la reflexión puede conducir al discernimiento de lo que puede ser aceptable o no en un ámbito práctico, espero que disminuyan tras este excurso.

Hablar sobre boxeo -el excurso 3- en un libro sobre un «arte marcial interno», en lugar de hacerlo sobre «poderes extrasensoriales», obedece a una necesidad también evidente: los practicantes y profesores de tai chi, alejados definitivamente quizá de cualquier necesidad y sensibilidad marcial -y no pretendo que eso sea malo como partida-, podemos caer en el peligro de convertir todo lo marcial en una entelequia intratable, mientras que idealizamos a cualquiera que alguna vez haya tenido que vérselas con un combate (sea callejero o deportivo, sea militar o ritual). También aquí el excurso pretende ser un recurso para tratar de todo lo planteado en las páginas que precedieron, en unos términos que quisiera más directos e inequívocos.

Veo por fin mis comentarios al «be water my friend» de Bruce Lee como cierre o contrapunto a las primeras palabras que le han tenido también presente: todo quedará así abierto para quien haya encontrado alguna pista que le invite a volver a algún pasaje o capítulo anterior.

 

12. Anexo: algunos conceptos-guía

Entre la cantidad de conceptos con los que el lector se encontrará repetidamente y en distintos contextos a lo largo de las páginas que siguen, he elegido cuatro pares que, sin proponérmelo de antemano, descubro como especialmente significativos y que pueden ser considerados como claves para la lectura:

· Pensamiento analógico y análisis. La analogía es la manera habitual en la que funciona el pensamiento que, por este principio, establece constantemente paralelismos de similitud y contradicción; por analogía reconocemos y extrañamos. El pensamiento analógico tiende a la unidad y por tanto, a construir sistemas que funcionan como esferas donde nos sentimos protegidos. Sin embargo, el análisis, en su tendencia a diseccionar y a considerar las partes, se vive con frecuencia como incomodidad y amenaza. El análisis como la pregunta, surge de una necesidad de ir más allá del espacio protegido por lo conocido. El análisis es el protector de lo objetivo (y la Verdad), mientras que lo analógico protege lo subjetivo (y la Belleza). Ambos tienen su función y sus límites. En cuanto a éstos, lo analógico no entiende de categorías y puede errar en su pretensión de asociar lo que corresponde a ámbitos de realidad tan dispares que, a veces, sólo poéticamente podrían relacionarse. Los límites del análisis se encuentran en que, sin una concepción global a la que sirve y cuestiona a la vez, se pierde en el laberinto de las partes -lo que algunos han llamado la primacía del mito analítico en nuestras élites de los últimos siglos-. Existen muchos prejuicios al valorar la excelencia de uno u otro («lo analógico es mejor pues resulta unitario, holístico», y «aquello que no puede ser demostrado empírica-analíticamente no tiene realidad» serían los más usuales). En nuestro texto resultará fundamental la dialéctica entre ambos pues sin categorías y análisis nos perderemos en la consoladora indiferenciación, pero es característico de todos los sistemas antiguos como el tai chi sustentarse en analogías (44).

· Paradoja y Traducción. Hemos abundado ya en el lugar central de lo paradójico. Un discurso marcadamente analítico buscará cadenas de causas y efectos de las que con frecuencia se escapan las paradojas que no son sino aparentes contradicciones lógicas. Esa apariencia contradictoria habla de lo que todavía no puede ser comprendido, pero es compatible en otro nivel de sensibilidad, percepción o experiencia. Sin comprender el sentido de lo paradójico no podremos aceptar que un grado superior de diferenciación -del cuerpo y la mente, por ejemplo- no significa necesariamente una pérdida. La superación de un estadio de fusión con el cuerpo y sus ciclos, es, por el contrario, la puerta de acceso a niveles superiores de integración. Llamamos aquí traducción a la capacidad de establecer analogías entre categorías diferentes sin reducirlas entre sí. Por ejemplo, los desplazamientos entre lo sensitivo y lo emocional, -lo sentido no se reduce a lo pensado ni viceversa, etc.-. Paradoja y traducción, como análisis y síntesis, actúan constantemente en las conexiones que la percepción establece entre los distintos niveles de nuestro ser, y más allá de nuestra individualidad.

· Individualidad y conciencia de muerte. Hemos planteado en nuestro trabajo el sentimiento de individualidad o identidad como una cualidad emergente y en transformación, tanto a lo largo de la historia como en el transcurso de una vida. El simplismo ha llevado a muchos a interpretar la conciencia de sujeto -ego, yo- como el origen de todos nuestros males, y su superación como el objeto de todo «proyecto de liberación espiritual», sin comprender siquiera que cualquiera que sea esa instancia, no es otra la que está planteando tal axioma. Una mirada más profunda, nos llevará a observar en todas las tendencias destructivas y regresivas del ser humano el triunfo perverso de la insoportabilidad de sentirnos individuos -separados, solos, mortales-. De ahí la humana tendencia a la huida hacia delante, dispuesta a matar y morir en busca de inmortalidad.

· Síntoma y Fetiche. Fantasma. Cada vez más, por la influencia de la cultura médica y psicológica, el concepto de síntoma está llegando a formar parte del lenguaje común: todos reconocemos gestos, palabras o hechos «sintomáticos». Sabemos que el síntoma es esa señal que emerge cuando los mecanismos de represión no han sido suficientes como para ocultar completamente algo. El síntoma nos da pistas, pero necesitamos desandar un camino en el que las mismas han desaparecido, por lo que resulta trabajoso conectar con su raíz. Lo que no es tan habitual considerar es el concepto fetiche funcionando como su par, como «una suerte de envés del síntoma... la personificación de una mentira que nos permite mantener una verdad insoportable» (45). He introducido esta idea para explicar el uso de un término como «arte marcial», para dignificar impulsos mucho menos aceptables para uno mismo (desde los vínculos sado-masoquistas que rodean las relaciones marciales, a otras pulsiones más destructivas o autodestructivas que tratan de ocultar). Finalmente, aún tendremos que encarar «un fetiche llamado meditación» y otros que envuelven a las consideraciones del tai chi chuan como «arte» (46). Como los anteriores, el concepto fantasma ha sido profusa y profundamente abordado en el psicoanálisis, desde Freud hasta hoy. Sin entrar en todas sus consideraciones, nos bastará una lectura literal de la visión popular del «fantasma» como alguien que no está anclado en su realidad y que se empeña en alimentar un comportamiento o imagen de sí mismo que los que le conocen reciben con una sonrisa. Lo importante es que uno no se agarra a una fantasía porque es «un fantasma», sino porque necesita construir un personaje y un mundo imaginario que neutralice otro mucho más real e insoportable (el quinto sitio de Shola). Es esta condición fantasmal de tantos personajes adscritos a disciplinas orientales lo que convierte en intratables sus posiciones.

 


NOTAS

(4) Peter Sloterdijk, Eurotaoísmo. Seix Barral, 2001.

(5) (1917-1998) matemático chino que se sumergió en la práctica del taichi en una edad adulta y emigró después a los EEUU dedicándose allí a su divulgación.

(6) Jou Tsung-Hwa, El Tao del Taiji Quan. Árbol, Méjico, 1995.

(7) No es casual que algunos de los libros más divulgados lleven la palabra «esencia» en su título: La esencia del taichi, La esencia del Nei Jia , etc.

(8) Aún se sigue contando la escena de Chang San-Feng observando la pelea entre la grulla y la serpiente como el origen del tai chi chuan, y cada nuevo libro viene precedido por el árbol genealógico de las familias del taichi que conducen en sus últimas ramas a la fotografía del autor -¡nunca aparecen más ramas de última generación!-.

(9) Continuando con los títulos, La raíz del chi kung chino, los secretos del entrenamiento chi kung, etc., parecen responder a esta cuestión.

(10) Y, tras el rodeo de toda la obra, éste será particularmente el tema central del área 6 que cerrará el segundo volumen sobre Las promesas del Tai Chi Chuan.

(11) Lluís Duch, La educación y la crisis de la Modernidad. Paidós, 1997.

(12) Al final de esta introducción dedicaré unas líneas a explicar lo que quiero decir con esta palabra, que será una de las claves de todo el texto (ver capítulo 12, Anexo: algunos conceptos-guía, pág. 74 ss.).

(13) Edward W. Said llama a esto la cuestión metodológica: «He dedicado una de mis obras a analizar y exponer la importancia que, para trabajar en el campo de las ciencias humanas, tiene el hecho de encontrar y formular un primer paso, un punto de partida, un principio inicial [se refiere a su libro Beginnings: Intention and Method. Basic Books, New York, 1975] ... la idea de un comienzo, el acto de comenzar implica necesariamente un acto de delimitación, etc.». Orientalismo, 1978, 1997. Extraído de la edición española de Random House Mondadori, 2002.

(14) Excurso 4, Be water my friend, al final del área 3 (pág. 493 ss.). Para los que no tuvieron ocasión de verlo, diré que se trataba del fragmento de una entrevista concedida por Bruce Lee poco antes de su muerte hace ya treinta años en la que decía: «Vacía tu mente, libérate de las formas, como el agua. Pon agua en una botella y será la botella. Ponla en una tetera y será la tetera. El agua puede fluir o puede golpear. Sé agua, amigo». A continuación, el coche circulando y la consigna: «No te adaptes a la carretera. Sé la carretera. Nuevo BMW X3, ¿te gusta conducir?».

(15) Fue publicado en el número 10, invierno de 2006.

(16) La popular Rolling Stone, sin ir más lejos (nº 87, enero 2007).

(17) Las barras que introduzco (además de los puntos y las comas) señalan las pausas retóricas que realiza Lee y que el doblador respeta potenciando magistralmente el efecto de su chiste.

(18) Todos sabemos que los anuncios mienten, que sus mensajes van dirigidos a un ámbito ilusorio. Cuando un discurso, unas imágenes o unas prácticas pueden ser utilizadas con tal literalidad para un anuncio publicitario, debería saltar alguna alarma de quienes las utilizan con pretensiones diferentes, ya que el anuncio está mostrando que lo que se dice -en la forma, la actitud y el contenido de lo que se dice- es susceptible de convertirse en su integridad en material publicitario, esto es, en falsificación.

(19) Diario El País, 13 de enero de 2007.

(20) En particular en las áreas 5 y 6, Transmisión y Aprendizaje y Las Promesas del tai chi chuan.

(21) Alessandro Baricco, El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin. Siruela, 1999. Todas las frases y párrafos entrecomillados de este capítulo pertenecen a este libro.

(22) Ídem.

(23) Ídem.

(24) Ídem.

(25) Cheng Man-Ching, Los trece capítulos del Tai Chi Chuan. Ediciones Tao, 1991.

(26) A. Baricco, op. cit.

(27) Ídem.

(28) Unas décadas antes -justo tras la segunda guerra mundial-, ya habían llegado las «artes marciales» japonesas y el zen. Pero aquellas aún se divulgaban por razones como su eficacia en el cuerpo a cuerpo (jiu-jitsu). En su evolución y adaptación, habían desarrollado versiones deportivas (judo), y otras más ritualizadas (aikido, kendo). Otros estilos japoneses se habían especializado en el poder de un golpe para el que no es necesaria una gran masa o potencia muscular (kempo, karate, etc.).

(29) Orientalismo. Random House Mondadori, 2002.

(30) Ídem.

(31) Todo parece indicar que la celebración de las olimpiadas de Pekín marcará un hito en este proceso vertiginoso de relación con Oriente en general y China en particular. Mientras, simpatizamos con «el pueblo tibetano» y deploramos la escasa consideración que los gobernantes chinos tienen para «los valores culturales» y «los derechos humanos». A pocos se les ocurre llevar la reflexión a su lógica conclusión en el sentido de que si hoy China es nuestra fábrica de productos manufacturados no es a pesar de que allí tales «valores y derechos» tienen un precio tan bajo como el de los productos con los que tratamos de seguir siendo los más ricos, sino precisamente por esa razón que es un buen lugar para hacer negocios.

(32) Estos asuntos será tratados directamente en el segundo volumen.

(33) Escuchaba hace poco al escritor Bernardo Atxaga decir que ésa era para él la definición de paraíso: el lugar donde es posible un nuevo comienzo.

(34) Ver en este sentido, Ian Buruma y Avishai Margalit, Occidentalismo, breve historia del sentimiento antioccidental. Península, 2005.

(35) Explico el término «fantasma» en el listado de conceptos guía con la que concluye esta introducción y que tiene que ver directamente con estos asuntos (pág. 74-77). También en las notas a pie 39 y 40 de las págs. 63 y 64.

(36) Edmond Jabès, El libro de las preguntas. Siruela, 2006.

(37) Todos estos temas deberían tener ya un amplio bagaje de textos y debates en el interior del colectivo que se dedica a los mismos desde nuestra práctica, lo mismo que lo tiene desde otras que no pretenden dotarse de nuestros aires de solemnidad. Es precisamente esta carencia la que determina que en un texto sobre «fundamentos para la práctica», tengamos que hacer referencias a tan variados asuntos.

(38) George Steiner, Un arte exacto, en Pasión intacta. Siruela, 1997.

(39) Por otro lado, es inevitable establecer objetivos, ya que nuestra conciencia funciona en la dicotomía sujeto-objeto. Me refiero aquí al objeto sacralizado, defendido de antemano ante cualquier cuestionamiento, a lo que más adelante explicaremos como fetiche (ver siguiente nota).

(40) No quisiera ser malinterpretado en este punto como si pretendiera exaltar el intelectualismo. Éste, como cualquier falta de consideración por las distintas dimensiones del ser humano que han de ser consideradas y atendidas, es una expresión de debilidad que habrá que tratar de evitar. Pero no es el lugar para hablar de los peligros del intelectualismo, sino señalar la coartada que se esconde con frecuencia tras una crítica del mismo. No cuestiono el valor y la profundidad de muchas obras clásicas y contemporáneas de Oriente, sino su banalización. Y la función que ocupa tal banalización en la neutralización de los efectos indeseados que tales propuestas nos pondrían delante. En cuanto al sentido que daré en esta obra al concepto fetiche, lo explicaré en breve en esta misma introducción (ver págs.76 y 77 en el capítulo 12, Anexo: algunos conceptos-guía).

(41) En dos de las últimas notables producciones cinematográficas que surgen, en mi opinión, de la nostalgia de mundos perdidos o en franca decadencia, La Pasión de Mel Gibson (2004) y El Gran Silencio de Philip Gröning (2005), se ha producido un significativo conflicto en el uso de la palabra. En el primer caso, Gibson era partidario de no subtitular el arameo y el latín con el que se expresaban sus actores. Creía en la fuerza de los mensajes que no pueden ser procesados aún como discurso verbal para impactar sobre la sensibilidad contemporánea. Su intención fue descartada por la productora, lo mismo que el culto tridentino fue abolido por el Vaticano II en la Iglesia Católica, admitiendo con varios siglos y unos cuantos millones de cadáveres de retraso, la razón de Lutero al traducir la Biblia al habla del pueblo (por cierto, hoy es el día en que en la Iglesia Católica se discute esta decisión). En cuanto al Gran Silencio, la cinta no puede soportar su propia proclama silenciosa, y se aviene a mostrarnos una tertulia trivial de los monjes y, lo que es mucho más significativo, las consignas verbales y llenas de significado explícito en las que se justifica su opción de retiro y espera militante de su muerte en vida.

(42) El tema IX en la pág. 175 ss.

(43) Abundaremos en esta idea de lo analógico en los conceptos-guía que cierran esta introducción (pág. 74 ss.).

(44) Sobra decir que la tendencia dominante entre los administradores del tai chi -y del orientalismo en general- es la exaltación y uso errado de lo analógico hasta llegar a conclusiones ridículas en supuestos sistemas tan unitarios como milagreros. Es ésta la cualidad más característica del anti-intelectualismo al que nos hemos referido, que a su vez abre la puerta a un uso perverso de los conocimientos (el excurso 2, Acupuntura y Psicología, ejemplifica explícitamente esta cuestión. Ver pág. 387 ss.). Por otro lado, insisto en no dar un valor absoluto a uno u otro enfoque: «No es cierto que el procedimiento analógico genere «comodidad» y el analítico «incomodidad». Comprendo lo que quieres decir, pero es igual de verdadero lo contrario», me respondió una amiga al comentar estas observaciones. Y continuó: «¿Qué hay más inquietante que las imágenes de muchos sueños, abordadas analógicamente, y más «cómodo » o «seguro» que una definición analítica encerrada en sí misma?».

(45) Slavoj Zizek, Amor sin piedad. Hacia una política de la verdad. Síntesis, 2004.

(46) Asuntos que abordaremos directamente en un segundo volumen.

 

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