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XXII. Condición humana y condición marcial

 

95. Nunca hay suficiente explicación para la guerra
96. Cómo se hace un soldado
97. Hombre, mujer y marcialidad
98. La nobleza del fracaso y la belleza de la guerra

 

“Se reían, pero la verdad es que eran jóvenes,
y los jóvenes tienen una idea vieja de la guerra:
honor, belleza, heroísmo”.

Alessandro Baricco (405)

 

95. Nunca hay suficiente explicación para la guerra

“Cuanto más ahondamos en la búsqueda de estas causas [de la guerra], más causas descubrimos, y se diría que todas ellas, tomadas por separado o en combinación con otras, tienen la misma validez, aunque al propio tiempo todas resultan falsas si comparamos su insignificancia con la magnitud de los hechos”

León Tolstoi (406)

No hace falta observar demasiado para ver que la lucha cruenta entre seres humanos en su máxima expresión, la guerra, tiene poco que ver con la respuesta visceral que lleva a un hombre a enfrentarse a otro. Que la marcialidad es una institución, esto es, una construcción que ha ido desarrollándose alrededor de unos principios, repetidos e iguales a sí mismos, al menos desde lo que sabemos de nosotros en la Historia.

Se conocen las guerras rituales de los antiguos griegos para iniciar a los jóvenes en la edad adulta. Y cómo los germanos salían en busca de otras tribus donde se realizasen preparativos de guerra, si la paz se prolongaba demasiado en la suya, en busca de circunstancias donde ganar renombre y mantener fuerzas de jóvenes guerreros al servicio de un jefe. Lo mismo ocurría entre los guerreros de las tribus masai, donde un joven no puede casarse hasta que no ha manchado de sangre su lanza. Y así entre los jóvenes karamojo, los nativos del golfo de Papúa, los guerreros naga, los koalas de Guadalcanal o los pieles rojas:

“Un creek podía ser famoso por su oratoria, por su estoicismo en los momentos duros o por su sabiduría en el consejo, pero si no había estado en una partida de guerra, no se le confería título alguno y se le consideraba un niño” (407).

Podríamos decir que la “irrupción de lo Real” a la que hemos hecho referencia en los capítulos anteriores no es una cuestión que concierne a nuestros tiempos, ya que se trata del plus imprescindible para que un hombre se sienta abocado a embarcarse en una guerra donde no sólo va a causar incontables muertes, sino que su vida se destina a ese mismo fin.

Que las masacres humanas tengan explicaciones rituales o territoriales, que los soldados sean esclavos o mercenarios, que una gran parte de la población de un país organice sus estructuras sociales y su economía alrededor de sus ejércitos como ocurría en Europa o en Japón hasta hace bien poco, no parece lo fundamental desde esta perspectiva. Todas ésas son cuestiones circunstanciales, y resultan siempre insuficientes para una explicación satisfactoria.

Nos parece increíble que

“durante milenios la guerra ha sido, para los hombres, la circunstancia en la que la intensidad –la belleza– de la vida se desencadenaba en toda su potencia y verdad. Era casi la única posibilidad para cambiar el propio destino, para encontrar la verdad de uno mismo, para elevarse a una alta concienciación ética. Frente a las anémicas emociones de la vida y a la mediocre estatura moral de la cotidianeidad, la guerra ponía en marcha el mundo y empujaba a los individuos más allá de los límites acostumbrados, hasta un lugar del alma que debía de parecerles a ellos, por fin, el punto de llegada de toda búsqueda y todo deseo” (408).

Ésta es una consideración de Alessandro Baricco a la hora de explicar su versión de la Ilíada, la primera gran obra de la literatura europea, y sus explicaciones atraviesan toda nuestra historia, desde aquellas batallas de hace casi tres mil años hasta el mismo siglo XX en el que refinados filósofos como Wittgenstein o los ya citados Roosevelt o Jünger ansiaban el contacto con las trincheras de la Gran Guerra.

Que esa “alta concienciación ética” se realice a costa de la máxima expresión de la crueldad y de la inversión de cualquier moralidad que proclama el no matarás, no parece relevante. Mo Ti, el filósofo chino del siglo IV a.C. ya lo explicaba:

“Que un hombre mate a otro hombre se considera una injusticia que se castiga con la muerte. Según esta lógica, si un hombre mata a diez hombres, su delito será diez veces mayor y debería castigarse diez veces con la muerte… De la misma forma, si un pequeño delito se considera un delito, pero un gran delito como atacar a todo un país se aplaude como un acto justo, ¿podría decirse que esto es discernir la diferencia entre lo justo y lo injusto?” (409).

Parece, con todo, que se abre una grieta a partir de los tiempos que comentamos, donde el pastoreo va sustituyendo a la caza, y la agricultura al pastoreo, y que coincide con el nacimiento simultáneo de nuevas clases comerciales y nuevas religiones (410). Hay quien explica así el nacimiento de movimientos religiosos en un mismo milenio en civilizaciones que no guardaban ningún contacto alrededor de estos fenómenos. Con el aumento de poblaciones humanas, las exigencias de las antiguas religiones en sacrificios animales se convierten en demasiado costosas. El budismo nace en el norte de India cuando la antigua economía basada en el pastoreo ya había dado paso a la agricultura, y prohíbe el sacrificio de animales con fines religiosos. En el judaísmo aparece un rechazo semejante en la época de los profetas, lo mismo que el nacimiento del zoroastrismo puede obedecer a situaciones semejantes. Además, con la emergencia de las nuevas clases comerciales, los valores de las élites guerreras se ven siquiera en parte desplazados. La riqueza puede conseguirse por otros medios que no la rapiña guerrera, y estos nuevos medios fomentan valores como la honestidad, la fiabilidad y la capacidad de cálculo racional que no son los fuertes de la guerra.

“La verdad, la justicia y la prohibición de usurpar las posesiones ajenas muestran que había surgido una concepción radicalmente nueva de la propiedad individual… Sin esa moralidad, que hoy en día se da por sentada, el comercio habría resultado imposible. Los más leales seguidores laicos de Buda eran comerciantes” (411).

También Mahoma lo era.

He dicho que se abre una grieta, reflejada por la imposibilidad de justificación de la guerra desde elementos de la conciencia humana suficientemente poderosos… Pero no es más que eso. Mientras, lo marcial sigue imponiendo su poderosa ley.

 

96. Cómo se hace un soldado

“¡Si alguno de vosotros, nenas, sale de esta isla, si sobrevivís al entrenamiento, seréis como armas, ministros de la muerte, siempre en busca de la guerra!”, ladra el instructor al grupo de marines el día de su presentación en Full metal jacket –La chaqueta metálica–, la película de Stanley Kubrick. Y continúa: “¡Pero hasta ese día sois una cagada, lo más bajo y despreciable de la tierra, ni siquiera algo que se parezca a un ser humano, sólo sois una cuadrilla de desgraciados, una panda de mierdas inútiles pasados por agua!”. El instructor nunca habla, grita e insulta; incluso sus medidas y escasas aprobaciones no dejan el tono de la amenaza.

Un soldado es una clase particular de esclavo. Necesita ser alienado como cualquier esclavo, pero mucho más porque dispone del poder que le da su arma o sus conocimientos para la lucha. Así que una instrucción militar ha de conseguir que la persona desaparezca para que “la máquina de matar” ocupe todo su lugar. El sentimiento de individualidad habrá de ser sustituido por una entidad suprapersonal –“mi amado cuerpo”, en la película; la Patria, la Causa...– que ofrece la inmortalidad a cambio de la inmolación personal: “aunque tú mueras, la Causa permanece”. Esta vinculación es la que permite superar o trascender las limitaciones personales: la debilidad, la duda, la limitación o el miedo.

Resulta muy significativo en la película el uso que el instructor hace del castigo colectivo: cuando alguien falla, lo más grave no es su error sino el hecho de que descubre una debilidad, una fisura en el único cuerpo vigoroso que el grupo debería ser. Por eso, no es el que falla quien paga, sino todo el resto. No es tanto una tarea individual el evitar un fallo o salvar una dificultad, sino un trabajo que pasa por que quede anulada cuanto antes esta expresión de singularidad, y todo vuelva a ser unidad indiferenciada y sin fallas.

Sin embargo, el móvil inicial que lleva a un joven a convertirse en soldado se funda en un impulso de afirmación, de algo que podríamos confundir con la realización individual. Tobías Wolff, en su relato del paso por el ejército americano y por la guerra de Vietnam escribe:

“El ejército no era una idea nueva. Siempre había sabido que vestiría uniforme. Era esencial para mi noción de legitimidad... Yo quería ser respetable, ocupar un día un lugar entre los hombres de respeto... [Mi padre] era taimado, lo mismo que yo, pero después de aquel verano yo intenté cambiar. No quería ser como él. Quería ser un hombre de honor. Honor. Ya la palabra tenía un aura marcial. Mi padre nunca había servido en el ejército, aunque a veces afirmaba que sí, y en cierta forma el carácter inacabado de su historia hacía inteligible su destino y me ofrecía a mí un medio para evitarlo. Ése era el camino, el indiscutible certificado de ciudadanía y probidad” (412).

Y, paradójicamente, el precio que hace pagar este paso, es la negación de la voluntad individual.

Sin embargo, algo esencial debió de fallar en el ejército americano cuando perdió la guerra de Vietnam. Y creo que, en este sentido, lo que falló fue una insuficiente anulación de la subjetividad.

“Lo cierto es que en nuestro mundo casi todo se había vuelto relativo, subjetivo. Nos mentían, y lo sabíamos. Estábamos desinformados, inocentemente y por designio. Confundidos. No podíamos confiar en nuestra inteligencia, en ningún sentido de la palabra. En nuestra incertidumbre se cebaban los rumores. Rumores, mentiras, aprensión, información lejana, ilusiones: a través de tales lentes mirábamos aquella terra infirma y su gente enloquecedoramente serena, desagradecida y la cual necesariamente temíamos y por lo tanto odiábamos y no comprenderíamos nunca” (413).

La individualidad americana –y occidental– no pudo en aquel momento con aquella situación infame.

Pero volvamos al entrenamiento. Entre los valores dominantes que han de ser inculcados para compensar el miedo a la muerte se encuentra la valentía. Se infunde el valor como destrucción de la debilidad –individual–, y el sentido del deber para tapar las fisuras que puedan hacerse en esa construcción. Pero no debemos perder de vista el contexto de la despersonalización. Para que el valor individual sea absoluto, “indestructible”, debe desaparecer el individuo. El instructor de marines de la película traduce este valor como “instinto de matar”:

“Tenéis que sacar partido de vuestro instintode matar para sobrevivir en el combate. El fusil sólo es una herramienta, lo que mata es un corazón de piedra. Si vuestro instinto de matar no es claro y rotundo, en el momento de la verdad dudaréis, no os atreveréis a matar”.

Aunque un “corazón de piedra” es propio de una máquina, la negación de un ser humano, esa es la condición. A partir de ahí, la realidad se podrá reducir a su expresión más simple: “El enemigo me quiere matar y yo lo haré antes”.

La fortaleza y el valor están entre lo que el joven busca en su intento de “iniciación”, entre los valores necesarios para una vida adulta digna, pero la marcialidad pervierte de nuevo esta necesidad:

“Había ciertos placeres. Uno de los míos era descubrirme resistente y capaz... Sentí que, en vez de debilitarme, las largas jornadas me estaban fortaleciendo. Parte de la fuerza provenía del desprecio a la debilidad. Antes, siempre me había apiadado de los que tenían dificultades para aprobar. Pero allí la blandura de corazón era un lujo insufrible, y aprenderlo no me llevó mucho tiempo” (414).

He aquí la cuestión clave: “el desprecio a la debilidad”. El valor o la valentía excluyen aquí cualquier posibilidad o reconocimiento de debilidad.

“Aprendí a localizarlos y mantener distancia, y por último a medir mi progreso por sus humillaciones. Habituarme a esta satisfacción me llevó un tiempo, porque yo era blando y aquello contradecía mis valores, o lo que yo había considerado como valores míos. Todo hombre era mi hermano: ésa era la idea, si cabía llamarla así. Más bien era una especie de actitud que había recogido, sin pugna ni decisión, de las películas que veía y los libros que leía. No había pagado nada por ella y no sabía cuánto costaba. Costaba demasiado. Si todos los hombres eran hermanos míos, el festín amoroso tendría que quedar para otro momento. Dejé que la noción pasara de largo, y la dureza que ocupó su lugar me proporcionó algún poder. Se reconoció que yo tenía “presencia de mando”: arrogancia, postura erguida, una voz fuerte y ladradora...” (415).

 

97. Hombre, mujer y marcialidad

Si pensamos en el lugar que ocupan las mujeres –la mujer en general– en todo este proceso de afirmación guerrera del macho humano con sus consecuencias de muerte y destrucción, y a la vez de afirmación de unas estructuras de poder estatal y social; si pensamos en su reflejo en la psique de hombres y mujeres, podemos entrar en contacto con una de las cuestiones centrales que atañen a todo lo relativo a la propia vida y nuestra vinculación con la misma, desde la misma viabilidad de nuestra especie –sin entrar ya en el campo de la relación hombre/mujer–. Apuntaré aquí algunos de los aspectos más llamativos, seguro de dejarme muchos otros sin mencionar, con la certeza de que cualquier consideración sobre el uso de técnicas de entrenamiento marcial que más adelante abordaremos, habrá de estar determinada por esta cuestión.

En el epílogo de la obra de Baricco que vengo mencionando, titulado Otra belleza, apostilla sobre la guerra, hay una explicita mención a la posición femenina ya presente en la Ilíada de Homero. Según él, hay dos cosas que se le han aparecido “con la fuerza y la nitidez que sólo poseen las verdaderas enseñanzas”. La primera de ellas se refiere a “la fuerza, yo diría que la compasión, con que nos son referidas las razones de los vencidos en una historia escrita por los vencedores”. La segunda se refiere “al lado femenino de la Ilíada” que según él se expresa

“… entre las líneas de un monumento a la guerra, la memoria de un obstinado amor a la paz… Son a menudo las mujeres las que proclaman, sin mediaciones, el deseo de paz. Relegadas a los márgenes del combate, encarnan la hipótesis obstinada y casi clandestina de una civilización alternativa, libre del deber de la guerra. Están convencidas de que se podría vivir de una manera distinta, y lo dicen… ¿No es admirable que una civilización machista y guerrera como la de los griegos escogiera legarnos para siempre, la voz de las mujeres y su deseo de paz?”.

En su versión de la Ilíada, que va dando voz a distintos protagonistas de la obra, la primera en tomarla es Criseda, una mujer raptada por los aqueos en su saqueo de la ciudad de Tebas. Esta mujer, que pasa a ser botín de su rey Agamenón, ha de ser devuelta por motivos que hoy llamaríamos religiosos:

“¿Podéis imaginaros cómo fue mi vida a partir de entonces? –concluye. De vez en cuando sueño con polvo, armas, riquezas y jóvenes héroes. Siempre es en el mismo sitio, en la orilla del mar. Huele a sangre y a hombres. Yo vivo allí, y el rey de reyes echa por la borda su vida y la de su gente, por mí: por mi belleza y mi gracia. Cuando me despierto, está mi padre a mi lado. Me acaricia y me dice: ya todo ha terminado, hija mía. Duerme. Ya todo ha terminado”.

Dejando a un lado esta lírica versión del lugar de la mujer en la guerra, ella no ha dejado de ser botín y a la vez soporte de la vida humana, pagando con el sacrificio de la suya propia y la de sus allegados por unas aventuras sangrientas en las que no ha querido –no puede– participar directamente. Sólo apuntaré por ahora un aspecto que tiene que ver con la manera en que se trata la figura de la mujer en la formación de los soldados, usando de nuevo la película de Kubrick.

No es casual que en los cuerpos militares se identifican la debilidad y la figura de la mujer, mientras que todo se erotiza para alimentar el odio y una impotente sensación de potencia:

“Cada uno le dará a su fusil un nombre de mujer, porque ese es el único coño que vais a disfrutar... Los reclutas son cojonudos, se comerían sus propios huevos y pedirían otra ración... A Dios se le pone dura con los marines...”.

Este es el tono habitual del instructor de La chaqueta metálica, tratando constantemente como nenas, maricas y picha flojas a los reclutas cuando se dirige a ellos individualmente con sus ladridos. La marcialidad parece necesariamente misógina como si fuese la mujer la que hubiera obligado secretamente al hombre a acudir al campo de batalla. No creo que haya que descartar esta consideración en algún estrato de la inconsciencia masculina (416).

Sea como fuere, se trata de la exacerbación del odio por la impotencia para dominar aquello por lo que estamos fascinados pero que se nos escapa: lo femenino tanto fuera como en nuestro interior. Es esta impotencia la que se convierte en rabia que se proyecta sobre cualquier impulso femenino interno, o contra la mujer como algo a lo que no podemos acceder fuera. Defensivamente se expresará en una identificación de la debilidad, de todo lo que cuestiona los valores del soldado, con lo femenino.

Es como si un impulso irresistible –otra vez lo Real– nos llevara a tratar de intercambiar fuerza por debilidad, inmortalidad por finitud y valentía por miedo, quedando muy lejos la posibilidad de comprender la debilidad que implica siempre la ostentación de la fuerza, y la fortaleza que exige el reconocimiento de la debilidad:

“Hacia el amanecer, mojado, mugriento, bamboleándome sobre los pies mientras dos sargentos de instrucción se turnaban para chillarme a la cara, a través de la explanada miré la morosa fila de hombres a la espera de su ración de ofensas y en un rostro encostrado de barro vi un súbito y enloquecido destello de dientes. Aquel tipo estaba sonriendo. Me sonreía a mí. Con complicidad, como si me conociera, como si me hubiera conocido siempre y supiese exactamente cuál era el interruptor que convertía la suerte más miserable, las perspectivas y degradaciones más abyectas, en mis diversiones más escogidas. Por ejemplo, aquella noche inacabable, aquella escena repulsiva y demencial” (417).

 

98. La nobleza del fracaso y la belleza de la guerra

No quiero concluir con este tema sin apuntar en una dirección que se ha hecho especialmente presente cuando, en épocas recientes, hemos conocido algunas formas exóticas de guerrero oriental. En La nobleza del fracaso Marguerite Yourcenar, comentando la obra del mismo título de Ivan Morris, un gran entendido en cultura japonesa, explica: “El sentido de su identidad con el universo tal vez explique en parte, en esos hombres dados a la acción violenta, la sorprendente facilidad con que saben morir”. Y más adelante, a cuenta de los episodios ocurridos tras la derrota de los japoneses en la segunda guerra mundial:

“Los suicidios en masa, desde las islas Aleutianas hasta Guadalcanal, no fueron en ninguna parte tan espectaculares como los de Saipan, en donde tres mil hombres armados con bayonetas se lanzaron contra la artillería enemiga, llevando cogidos del brazo a sus camaradas heridos, vendados, recién salidos del hospital para participar en aquel lúgubre asalto; los soldados rodeados, antes que rendirse, se arrodillaban por filas, para que los decapitasen sus oficiales quienes, a su vez, se hacían seppuku (418). Familias enteras se precipitaron desde lo alto de las rocas, de suerte que un millar de seres humanos todo lo más, entre los cuales un puñado de soldados, sobrevivieron a las treinta y dos mil personas que, tres días atrás, vivían en la isla... ¡Adelante en la derrota, siempre adelante! El antiguo espíritu samurái dio ahí sus últimas llamaradas, al menos hasta nuestros días, ya que sería imprudente hacer conjeturas de lo que pasará pasado mañana, ya que no mañana” (419).


Shusaku Endo, un notable escritor japonés contemporáneo, dibuja este espíritu en su novela El Samurái:

“Se les ha enseñado a morir cuando se hiere su honra... Eran rostros acostumbrados a la resistencia y a la resignación... El rostro de un estoico capaz de abandonar todo y aceptar su destino... Los japoneses consideran que elegir la muerte en lugar de la vergüenza es una virtud”.

Pero lo que más interesante me resulta en esta novela es su consideración en torno a la relación de esta actitud y la individualidad:

“Los japoneses no viven sus vidas como individuos. Nosotros, los misioneros europeos, no lo sabíamos. Imaginad que haya aquí un japonés aislado. Tratamos de convertirlo. Pero en el Japón, jamás existió un individuo aislado al que pudiéramos llamar . Porque hay detrás de él un pueblo. Una familia. Y algo más. También cuentan sus padres muertos y sus antepasados. Y ese pueblo, esa familia, esos padres y antepasados están estrechamente vinculados con él, como si fueran seres vivientes” (420).

Lo dice el otro protagonista de la novela, un misionero español. Lo que para Yourcenar es el sentido de su identidad con el universo, para Endo es ausencia de individualidad.

Me resulta mucho más realista la visión de Endo que en su novela describe el choque de unos samuráis del siglo XVII con el mundo occidental y el cristianismo. El sentido de la identificación trágica del ser humano con la figura de un ajusticiado como Jesucristo, pasando por el cuestionamiento del destino de aquellos japoneses abocados a la muerte. Y más aún cuando el autor –que se confiesa cristiano– la ha reconocido como autobiográfica.

No es el caso de los soldados americanos que vuelven de Vietnam. “Cuando volvamos al mundo vamos a echar de menos no tener a nadie digno de nuestras balas” comentan los soldados de la película; o ya sin cinismo Tobías Wolff:

“Me quedé más de una semana en un hotel de Tenderloin; iba a los bares, me acostaba tarde y vagaba por la ciudad, con la aguda conciencia de que ya no era soldado y la sensación de que el cambio no traía lo que había imaginado, libertad y placer, sino errancia y soledad... En Vietnam apenas la había notado, pero aquí, entre gente que no daba la corrupción y la brutalidad por sentadas, llegaba a comprender lo que había hecho y esto me destrozaba” (421).

El caso de Wolff es probablemente uno de los más benignos, pero no abundaré en este asunto.

Junto a esta consideración de la nobleza del fracaso, está la de la belleza de la guerra. Pero no sé de nadie que haya estado allí que hable en estos términos. Se trata otra vez de una idealización, o de la búsqueda de belleza formal que siempre ha estado ligada a la creación artística –la belleza no está en el hecho representado sino en la representación–. “¿Qué justifica la representación de una muerte horriblemente cruel mediante un bello cuadro, una bella música o unos bellos versos?”, se preguntaba Michael Ende. Y continúa: “¿es la belleza un hecho objetivo o una vivencia subjetiva, o está mal planteada una pregunta así?” (422).

Cuando Jean-Henri Dunant, un rico ginebrino que viajaba por el norte de Italia, se topó el 24 de junio de 1859 con la batalla entre los ejércitos de los emperadores de Francia y Austria, quedó tan impresionado por aquella masacre que escribió Un souvenir de Solferino, la obra que con su divulgación hizo posible la posterior creación de la Cruz Roja:

“la tierra negra de sangre congelada, cubierta de desperdicios, armas abandonadas, fardos y casacas; miembros esparcidos, fragmentos de huesos astillados y cajas de cartuchos; caballos sin jinete olisqueando los cadáveres; rostros desfigurados por los estertores de la muerte; heridos arrastrándose hasta los charcos de fango ensangrentado para saciar su sed; ávidos campesinos lombardos corriendo de un cadáver a otro para robarles las botas” (423).

Pero no parece que la cuestión pueda quedar zanjada en estos términos. Lo mismo que lo Real nos empuja a la masacre, por encima o por debajo de cualquier explicación, parece producirse una compensación a esta inevitabilidad en el “canto a los valores de la guerra”, el honor o incluso, la vía del guerrero –en esto Oriente es tan explícito o más que Occidente–: “Decir y enseñar que la guerra es un infierno y nada más es una mentira nociva”, nos explica Baricco en el texto antes comentado alrededor de la Ilíada de Homero.

“Por muy atroz que pueda sonar, es necesario acordarse de que la guerra es un infierno, pero bello. Desde siempre los hombres se lanzan a ella como falenas atraídas por la luz mortal del fuego. No hay miedo u horror que hayan conseguido mantenerlos alejados de las llamas: porque en ellas siempre han encontrado la única redención posible ante la penumbra de la vida. Por ello, la tarea de un pacifismo verdadero tendría que ser hoy no tanto demonizar hasta el exceso la guerra, sino comprender que sólo cuando seamos capaces de otra belleza podremos prescindir de la que la guerra, desde siempre, nos ofrece. Construir otra belleza es tal vez el único camino hacia una auténtica paz. Demostrar que somos capaces de iluminar la penumbra de la existencia sin recurrir al fuego de la guerra. Dar un sentido, fuerte, a las cosas, sin tener que llevarlas hasta la luz, cegadora, de la muerte. Poder cambiar el destino de uno mismo sin tener que apoderarse del de otro; lograr que circulen el dinero y la riqueza sin tener que recurrir a la violencia; encontrar una dimensión ética, incluso muy elevada, sin tener que ir a buscarla en los confines de la muerte; encontrarse a uno mismo en la intensidad de lugares y momentos que no sean una trinchera; conocer la emoción, incluso la más vertiginosa, sin tener que recurrir al doping de la guerra o a la metadona de las pequeñas violencias cotidianas” (424).

Me parece que otra vez, como en el caso del lugar de la mujer en la guerra, Baricco peca de ingenuo, de iluso incluso, trasladando al terreno de la belleza una cuestión que pertenece a una categoría radicalmente diferente. Pero no carece de sentido que nos quedemos con estas consideraciones, no como un intento de explicar lo inexplicable o de salvar lo insalvable, sino como esa llamada de atención contra el moralismo o la simplificación que pronto nos será útil cuando encaremos la cuestión del uso de las técnicas o tradiciones marciales en ámbitos que pretenden desdeñar conscientemente el uso de la violencia destructiva entre semejantes.

 


NOTAS

(405) Homero, Ilíada, 2004. Ed. Anagrama, 2005.

(406) Guerra y Paz, citado por B. Ehrenreich en op. cit.

(407) Turney-High, 1949, Primitive War, citado por B. Ehrenreich en op. cit.

(408) Otra belleza, apostilla sobre la Guerra, en el epílogo de Homero, Ilíada citado.

(409) Citado en el Sun Tzu, citado por B. Ehrenreich en op. cit.

(410) Este momento parece situarse en el tránsito del predominio de una conciencia mágica a otra mítica de la que ya hemos hecho mención en el capítulo 19 (área 1), pág. 81 ss.

(411) Damodar D. Kosambi, 1991, citado por B. Ehrenreich en op. cit.

(412) Tobías Wolff. En el ejército del faraón. Alfaguara 1997. Esta motivación es una constante en los relatos autobiográficos de los hombres de armas y, en particular, cuando se refieren al paso por el ejército de sus padres. En la Historia de la Guerra ya mencionada, su autor explica: “Mi padre había servido en la primera guerra mundial, yo me crié durante la segunda… y en cierto modo intuía que el servicio de armas de mi padre en el frente occidental en 1917-1918 había sido su experiencia vital más importante… para mí era evidente que aquellos dos años en que habían vestido el uniforme les conferían un aura de un mundo totalmente distinto… con experiencias en lugares remotos, sus obligaciones fuera de lo corriente, la emoción y el peligro… conservaban una admiración hacia los oficiales que habían conocido por el conjunto de sus cualidades humanas: su ímpetu, su arrojo, su vitalidad”. Más tarde afirmará que “el ejército inglés es tribal en grado extremo”. John Keegan, op. cit.

(413) Tobías Wolff, op. cit.

(414) Ídem.

(415) Ídem.

(416) En su estudio Mitología de la China antigua, Gabriel García-Noblejas menciona que en la dinastía Shang (siglos XVIII-XI a.C.) son “las mujeres las que dirigían las tropas a la batalla”. Alianza Ed. 2007.

(417) Ídem.

(418) Suicidio ritual, también conocido como harakiri. El escritor japonés Yukio Mishima, cuya figura y obra se popularizaron en Occidente después de que en 1970 cometiera su seppuku, dejó escrito cuatro años antes del mismo: “No puedo creer en la sinceridad occidental porque es invisible, pero en los tiempos feudales se creía que la sinceridad residía en nuestras entrañas, y si necesitábamos dar muestras de ella, debíamos abrirnos en canal el vientre y sacar nuestra sinceridad visible. Y ése era además el símbolo de la voluntad del soldado, del samurái; todo el mundo sabía que ésa era la forma más dolorosa de morir. Y la razón de que prefiriesen morir de la manera más atroz era que probaba la valentía del samurái. Ese método de suicidio era un invento japonés y los extranjeros no podían copiarlo” (citado por Richard Cohen, 2002, Blandir la espada. Ed. Destino, 2003).

(419) Marguerite Yourcenar. El tiempo, gran escultor. Alfaguara 1989.

(420) Shusaku Endo, 1980. El samurái. Edhasa 1984.

(421) Tobías Wolff, op. cit.

(422) Michael Ende, Carpeta de Apuntes.

(423) Michael Ignatieff, 1998, El Honor del guerrero. Ed. Aguilar, 1999.

(424) Otra belleza, apostilla sobre la Guerra, en el epílogo de Homero, Ilíada citado.

 

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